
¿Podemos encariñarnos con un robot? La pregunta parece sacada de una peli de ciencia ficción, pero la charla entre Lex Fridman y Andrew Huberman en el podcast Huberman Lab Essentials abre una puerta que no cierra fácil: ¿cómo cambia nuestra forma de vivir y sentir cuando la inteligencia artificial empieza a meterse en lo más íntimo de la vida humana?
En menos de una hora, estos dos científicos del MIT desarmaron conceptos, contaron anécdotas personales, y dejaron en claro que no estamos hablando de futuro. La IA ya está entre nosotros. Y más que reemplazar personas, podría cambiar para siempre cómo nos vinculamos.
Según Lex Fridman, hay dos maneras de mirar la IA: como una meta ambiciosa —crear seres más inteligentes que nosotros—, o como un conjunto de herramientas que nos ayudan a entendernos mejor. La clave, dice, está en el aprendizaje automático: sistemas que aprenden de la experiencia, muchas veces sin que nadie los programe paso a paso.
Fridman explicó que esto se parece mucho a cómo aprenden los chicos: ven, prueban, se equivocan, y de a poco arman sentido. Con esa lógica se entrenan los autos que se manejan solos, como los de Tesla. Pero ojo: todavía necesitan que alguien esté atento. No es magia, es ensayo y error.
Ahí es donde la cosa se pone rara. Andrew Huberman contó cómo llegó a tenerle cariño a su robot Roomba, ese que pasa la aspiradora solo. Fridman, por su parte, hizo un experimento: programó a varios Roombas para que hicieran ruiditos de dolor si los golpeaban. Y sí, sintió culpa. Como si fueran bichos vivos.
“Sentí que eran casi humanos”, confesó. Y lo loco es que eso surgió de compartir tiempo, no de que el robot pensara o sintiera de verdad. ¿Será que el apego no necesita conciencia, sino solo rutina compartida?
Tanto humanos como máquinas fallan. Pero para Fridman, ahí está el secreto: en aprender juntos. Dice que los robots no van a ser perfectos nunca, y que eso no está mal. De hecho, como con los vínculos humanos, el error es parte del crecimiento.
Así como entrenamos a un perro para que no muerda los zapatos, también enseñamos a una IA a no chocar el auto. La diferencia es que la máquina necesita que le pongamos los objetivos claros. Y ese, según Fridman, es uno de los mayores desafíos de este siglo.
El momento más emotivo de la charla llegó cuando ambos hablaron de la muerte de sus perros. Fridman recordó a Homer, su terranova, y Huberman a su bulldog, Costello. En ese duelo encontraron un espejo de lo que podría pasar si algún día perdemos una máquina con la que pasamos años.
¿Vamos a llorar por un robot? Tal vez sí. Porque si compartimos tiempo, momentos, rutinas... ¿cuál es la diferencia?