

¿Viste cuando te sentís para atrás con gripe o resfriado y lo único que querés es acostarte y no pensar en comida? Bueno, resulta que ese rechazo a la comida podría tener una razón bastante buena, y no es solo porque estés hecho bolsa. ¿Qué dice la ciencia sobre cómo influye la alimentación cuando estamos enfermos? Te vas a sorprender.
Según un informe de National Geographic, hay nutricionistas y expertos en inmunología que estudiaron qué pasa con el cuerpo cuando estás engripado o resfriado. Y parece que, aunque siempre nos repiten lo de tomar sopita y jugos con vitamina C, la historia es un poco más compleja.
La doctora Colleen Tewksbury, dietista y profesora en la Universidad de Pensilvania, explicó que perder el apetito no es raro. De hecho, es una respuesta normal del sistema inmune. Cuando estás mal, el cuerpo se enfoca en pelear la infección, no en digerir. Entonces no te da hambre ni sed. Y sí, eso también tiene sentido evolutivo.
El inmunobiólogo Ruslan Medzhitov, de la Universidad de Yale, lo explicó así: antes, salir a buscar comida enfermo era un peligro. Entonces, el cuerpo aprendió a guardarse y bancarse sin comer para ahorrar energía y no exponerse. Aunque hoy no haya depredadores dando vueltas, el sistema sigue funcionando igual.
Sí, pero con matices. Si podés comer algo, mejor. Según el equipo de Medzhitov, en un estudio con ratones, los que tenían gripe mejoraban comiendo. Pero si tenían una infección bacteriana y los obligaban a alimentarse, empeoraban. Ojo: esto fue en animales. No todo se puede aplicar a humanos, pero da una pista.
La clave, según National Geographic, es escuchar al cuerpo. Si tenés ganas de comer, andá tranqui. Si no, priorizá hidratarte y descansá.
La licenciada Shea Mills, de la Clínica Mayo, dice que una dieta sana acelera la recuperación. Lo ideal es comer en porciones chicas, como si fueran colaciones. Y que cada una tenga proteínas, carbohidratos y una fruta o verdura. Así sumás vitaminas, minerales y energía sin forzar al cuerpo.
Los líquidos son fundamentales. Agua, jugos naturales, infusiones sin cafeína o bebidas con electrolitos (como agua de coco) ayudan a reponer lo que se pierde con fiebre o sudor. Si no te entra comida sólida, probá con batidos de proteínas.
No es solo cosa de las abuelas. La sopa de pollo cumple con todos los requisitos: hidrata, alimenta y ayuda a descongestionar. Lo confirmó la propia Tewksbury: tiene proteínas, vitaminas, minerales y hasta electrolitos.
También suman las frutas con vitamina C, como naranja, kiwi o frutillas, que refuerzan el sistema inmune. Y ojo con la vitamina D, que también ayuda: la encontrás en pescado azul, carne, hongos y alimentos fortificados.
El zinc puede servir si lo tomás apenas arranca la enfermedad, pero no te mandes sin hablar con un profesional. Tewksbury y Mills coinciden: nada de automedicarse. Consultá antes.
Lo que a uno le hace bien, a otro le puede caer mal. Por ejemplo, el picante puede ayudar a descongestionar, pero también puede irritarte más. Y algo frío como un helado puede aliviar la garganta, o llenarte de flema. La posta es probar y ver qué te resulta cómodo.
Para Medzhitov, lo que te pide el cuerpo no es casualidad. Es sabiduría evolutiva. Si tenés ganas de comer algo puntual o no querés saber nada de la comida, prestale atención a esa señal.
En resumen: no hay que obligarse. Si podés comer, mejor. Si no, hidratate y descansá. Y cuando te sientas un poco mejor, empezá de a poco con comida liviana. Así, tu cuerpo se recupera a su ritmo. Y eso, lo dice la ciencia.