

Axel Kicillof volvió a quedar en el centro de la polémica tras sus declaraciones sobre la batalla campal ocurrida en Avellaneda durante el encuentro de Copa Sudamericana entre Independiente y Universidad de Chile. En lugar de asumir la parte de responsabilidad que le compete como gobernador de la provincia más poblada del país, decidió pasarle la pelota a la Conmebol, asegurando que "el operativo está dirigido" por el ente rector del fútbol sudamericano.
La estrategia discursiva de Kicillof revela un patrón que se repite: minimizar la responsabilidad del Estado provincial en hechos de violencia que exponen fallas estructurales en materia de seguridad. En este caso, intentó desmarcar al Aprevide (Agencia de Prevención de la Violencia en el Deporte), un organismo que depende directamente del Ministerio de Seguridad bonaerense, y que, según sus propias palabras, “no estaba de acuerdo con la distribución de las tribunas” ni con el operativo planteado.
Más allá de las formalidades de protocolos internacionales, la policía bonaerense estuvo presente en el operativo, como en cada evento deportivo masivo que se desarrolla en la Provincia. Pretender que la Conmebol —una entidad privada— tenga la última palabra sobre cuándo y cómo debe intervenir la fuerza pública es, en los hechos, una renuncia explícita a la autoridad del Estado provincial.
Los incidentes dejaron un saldo de heridos que, según el propio Kicillof, podrían haber terminado en tragedia de no ser por la proximidad de un hospital público. La admisión, lejos de exonerarlo, confirma la fragilidad del sistema de prevención de violencia y la falta de reacción oportuna por parte de las fuerzas de seguridad locales.
Mientras tanto, Independiente logró identificar a 25 barrabravas involucrados en los disturbios y anunció que aplicará sanciones ejemplares: expulsión como socios y pedido de derecho de admisión de por vida. El club actuó con mayor rapidez y determinación que la propia gestión provincial, que sigue atrapada en un discurso de excusas.
La situación deja en evidencia un problema estructural: la connivencia histórica entre la política bonaerense y las barras bravas, que gozan de impunidad y sostén logístico. Ningún gobernador, y Kicillof no es la excepción, se animó a enfrentar de manera frontal a estas organizaciones que operan como verdaderos grupos de poder paralelos en los estadios.