

¿Qué pasa cuando los que deberían dar el ejemplo terminan a los gritos y hasta a las piñas? La respuesta está en una espiral peligrosa que se repite: primero vienen los insultos, después los empujones y, más tarde o más temprano, aparecen los golpes. Y esa secuencia no queda solo en los pasillos de una facultad o en una esquina: se traslada directo al corazón de la política.
El último episodio en la Facultad de Derecho encendió las alarmas. Lo que debería ser un espacio de debate y de ideas, terminó en patoteadas y agresiones. No es casual. Esa misma dinámica ya se vio en el Congreso, el lugar de la palabra por excelencia, donde legisladores cruzaron gritos, chicanas y amenazas físicas. Si arriba el mensaje es que discutir es insultar, abajo el eco es aún peor: jóvenes que creen que hacer política es pechear al rival.
La violencia política no aparece de un día para el otro. Es un efecto dominó. Cuando la palabra pierde valor, cuando el discurso se llena de términos soeces y vacíos, lo que sigue es el cuerpo como herramienta de disputa. Lo vimos con escraches, con piedrazos y hasta con ataques al propio Presidente. El mensaje que baja es claro: si no puedo convencerte, te quiero silenciar.
Pero acá está el punto clave: la agresión verbal no es inocente. Un insulto duele, deslegitima y genera bronca. Y esa bronca se acumula hasta explotar en violencia física. Ahí el costo es mucho más alto: lastimaduras, consecuencias irreparables, heridas que quedan en la memoria social.
Lo más grave es que la confrontación política, que debería ser de ideas, se convierte en un ring donde se compite a ver quién grita más fuerte. Los dirigentes, en vez de proponer proyectos, se dedican a pelearse con frases de bar. Ese mal ejemplo se multiplica en militantes y seguidores que creen que repetir ese estilo pendenciero es la forma de estar cerca de sus líderes.
La pobreza del debate es también pobreza de proyecto. Cuando faltan propuestas, sobran los insultos. Cuando no hay estrategia, aparece la patada. Y cuando la palabra no alcanza, el riesgo es que la política termine sepultada bajo la violencia.
La salida no es complicada en su formulación, aunque sí en la práctica: volver al diálogo. Frenar la escalada en el mismo lugar donde se originó, en los espacios de poder. El desafío de la dirigencia es grande: dejar de incendiar el clima y recuperar el valor de la palabra como herramienta de transformación.
Porque si algo nos enseñó la historia argentina es que cuando la política se dirime a los golpes, perdemos todos.