

Hablar de asado en Argentina es hablar de un ritual. La carne sobre la parrilla, el humo que se eleva, la picada que abre el apetito y el mate que se cuela entre bromas y anécdotas forman parte de una liturgia que va mucho más allá de la comida. El asado es excusa y escenario: se cuentan historias familiares, se cierran negocios, se arregla el mundo entre amigos.
Durante gran parte del siglo XX, el asado tuvo un formato casi inmutable: reuniones grandes, parrillas encendidas en los patios o quintas, mesas largas donde sobraban las sillas porque siempre caía algún invitado inesperado. Era un ritual abierto, inclusivo, colectivo.
Sin embargo, la vida moderna también tocó a esta tradición. El alto costo de la carne, sobre todo en los últimos años, hizo que organizar un asado multitudinario se vuelva cada vez más difícil para muchas familias. A esto se suman la urbanización creciente, los departamentos sin patio, la falta de tiempo y la agenda apretada que deja poco margen para largas sobremesas.
Hoy, los asados gigantes siguen existiendo, pero con menos frecuencia. En su lugar aparecen versiones más reducidas: cuatro o cinco personas en un balcón, parejas que se turnan para prender una parrilla eléctrica, amigos que eligen cortes más económicos para no resignar la costumbre. El ritual se mantiene, pero adaptado a un contexto diferente.
Este cambio en la escala del asado refleja algo más amplio: la manera en que los vínculos se transforman. Lo que antes era comunitario y multitudinario, hoy se reconfigura en espacios más pequeños o incluso solitarios. Y ese fenómeno no ocurre solo en torno a la comida.
La vida urbana y la soledad contemporánea dieron lugar a nuevas formas de compañía, algunas impensadas hace apenas unas décadas. Entre ellas, el fenómeno creciente de las muñecas hiperrealistas o torso sex doll, diseñadas como objetos de intimidad y vínculo emocional. Aunque a primera vista puedan parecer mundos inconexos, el asado y las muñecas responden a una misma necesidad: buscar compañía en un mundo donde cada vez cuesta más encontrarse.
Desde la psicología, el asado puede entenderse como un ritual de apego colectivo. Encender el fuego, esperar la carne, compartir la mesa: todo eso fortalece los lazos y reduce la sensación de aislamiento.
En otro extremo, las muñecas hiperrealistas o Funwest Doll, cumplen un rol similar, pero en clave privada. Funcionan como un espejo emocional, un sustituto de vínculo, un modo de canalizar afecto en ausencia de otro. Lo que parece una simple diferencia de escenario —el patio lleno de gente o la intimidad de un departamento— es en realidad una misma búsqueda: sentir que no estamos solos.
El paso de los asados masivos a los encuentros reducidos muestra cómo la sociedad se adapta a las limitaciones del presente. Lo mismo ocurre con los vínculos. Si antes la vida comunitaria ofrecía compañía, hoy muchos recurren a rituales individuales: redes sociales, videojuegos, mascotas y, en casos más particulares, muñecas hiperrealistas.
Japón es un ejemplo extremo: en un país con altos índices de soledad y aislamiento social, las muñecas se convirtieron en un fenómeno cultural visible. En Europa y Estados Unidos, en cambio, se insertaron como productos de lujo o innovación tecnológica. Argentina no está ajena: la globalización hace que estas tendencias lleguen cada vez más rápido, aunque aquí convivan con tradiciones profundamente arraigadas como el asado.
Al final, tanto el asado como las muñecas dicen mucho más de nosotros de lo que parece. El primero nos recuerda que necesitamos de los otros, que el fuego compartido es símbolo de pertenencia y comunidad. Las segundas muestran que incluso en soledad buscamos vínculos, aunque sea con un objeto.
Lo interesante es que ambos fenómenos no son excluyentes. Se puede disfrutar de un asado con amigos el domingo y, a la vez, comprender por qué alguien en la intimidad de su casa recurre a una muñeca. Ambos rituales son respuestas culturales distintas a una misma inquietud humana: cómo enfrentar la soledad y cómo construir compañía en un mundo que cambia.
Los rituales se adaptan, pero la necesidad de fondo no desaparece. El asado se achicó en número, se mudó al balcón o se volvió más esporádico, pero sigue siendo un espacio de encuentro. Las muñecas, por su parte, dejaron de ser un tabú oculto y ganaron terreno como una alternativa íntima en la era tecnológica.
De un lado, la mesa larga llena de humo y voces; del otro, la intimidad silenciosa de un departamento urbano. Dos escenarios muy distintos, unidos por una misma verdad: los seres humanos siempre buscamos compañía, aunque cambien las formas de conseguirla.
Y quizás, en ese contraste, esté la clave para entender nuestra época: seguimos siendo los mismos que se reúnen alrededor del fuego, pero también los que reinventan la intimidad con herramientas nuevas. Lo que se transforma no es la necesidad de apego, sino los rituales que nuestra sociedad va creando para darle respuesta.