

El 25 de septiembre de 1973, la Argentina amaneció con una noticia que ensombreció el clima de festejo que se vivía tras el regreso de Juan Domingo Perón a la presidencia. José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT, fue acribillado con 23 disparos al salir de su casa en el barrio de Flores. Dos días antes, el pueblo había celebrado el aplastante triunfo electoral de la fórmula Perón-Perón, con un 63% de los votos. Pero la alegría duró poco: ese crimen no solo segó la vida de uno de los hombres más cercanos al líder, sino que encendió la mecha de un conflicto interno que no tendría retorno.
La imagen que quedó grabada en la memoria colectiva no fue la del cuerpo sobre la vereda, sino la del propio Perón, quebrado en llanto. El General, el estratega implacable que había sobrevivido al exilio y a la proscripción, se mostró vulnerable: “Me mataron a un hijo”, dijo, y luego agregó: “Esos balazos fueron para mí, me cortaron las piernas”. Su llanto en público, durante el velorio y el entierro, marcó el inicio de una etapa de dolor, desconfianza y división dentro del movimiento.
Rucci no era un burócrata gris. Obrero metalúrgico, delegado en la UOM, protagonista de las jornadas del frigorífico Lisandro de la Torre en 1959 y referente de las “62 Organizaciones”, fue un actor clave para mantener viva la resistencia peronista. En 1970 llegó a liderar la CGT y tres años después impulsó el Pacto Social con José Ber Gelbard, un acuerdo que buscaba poner orden en la economía a través de la cooperación entre trabajadores y empresarios. “Sé que con esto firmo mi sentencia de muerte, pero lo hago por la Patria”, había advertido meses antes de ser asesinado.
Ese pacto, pensado para sostener el proyecto de Perón, enfrentaba a la izquierda revolucionaria, que veía en Rucci un obstáculo para sus objetivos. Así, su figura se convirtió en un blanco político.
Nadie reivindicó formalmente el atentado, pero se construyeron relatos para justificarlo: se lo acusó de ser responsable de la masacre de Ezeiza —aunque no estuvo allí—, de ser aliado de López Rega —cuando su relación era pésima— y de estar vinculado a la Triple A, organización que surgió después de su muerte.
Más allá de las justificaciones, el asesinato rompió definitivamente el vínculo entre Perón y Montoneros. La violencia política comenzó a escalar y las diferencias internas se transformaron en una fractura que dejó heridas que aún hoy dividen al peronismo.
Medio siglo después, el nombre de Rucci sigue generando incomodidad. Para algunos, recordarlo es un gesto de provocación. Sin embargo, hasta sus rivales lo lamentaron. Agustín Tosco, referente del sindicalismo combativo, declaró: “Lamento profundamente la muerte de Rucci”. El padre Mugica, aún más tajante, habló de “una cagada tremenda” y explicó que con ese asesinato “le quitaron al pueblo la alegría de ver a Perón presidente”.
Mugica fue claro en su mensaje a los jóvenes: “La guerrilla tiene sentido en dictadura, no en democracia. Las armas, ahora, para nada”. Sus palabras resumieron la contradicción de un país que, en vez de recomponer la unidad, profundizó su espiral de violencia.
Hoy, discutir la figura de Rucci es discutir algo mayor: quién tiene derecho a escribir la historia del peronismo. No se trata solo de un mártir, sino de preguntarse si la narrativa de los 70 debe construirse desde la experiencia del pueblo trabajador o desde la mirada de las vanguardias armadas.
El asesinato de Rucci fue, en palabras de muchos historiadores, un ataque directo al corazón del movimiento popular. Los mismos que habían ingresado al peronismo entregando la cabeza de Aramburu, lo abandonaban asesinando a uno de los pilares que sostuvo la resistencia durante la proscripción.
El día que Perón lloró fue el día en que se quebró una ilusión: la de recomponer la unidad del movimiento sin pagar el precio de la sangre. Medio siglo más tarde, la discusión sigue abierta y el desafío es narrar esa historia sin silencios ni tergiversaciones.