El caso de Ricardo Gorostiza no solo es una historia médica; es una radiografía del sistema judicial argentino cuando la burocracia se impone sobre la humanidad. Desde su internación en estado crítico en Punta Cana, su familia libra una doble batalla: una contra la enfermedad y otra contra la indiferencia institucional.
El expediente reposa en la Suprema Corte de Justicia de la provincia de Buenos Aires, bajo la responsabilidad de los jueces Sergio Torres, Hilda Kogan y Daniel Soria. Tres nombres que hoy cargan con la tarea de decidir si la vida de un ciudadano argentino puede esperar.
A pesar de las órdenes judiciales que obligaban a Interassist Argentina S.A. —la aseguradora responsable— a garantizar tratamientos vitales como la hemodiálisis, la empresa desoyó los fallos. Mientras tanto, los familiares de Gorostiza acumulan más de 100.000 dólares en gastos médicos, incluso debiendo trasladar plaquetas desde Santo Domingo en un viaje de más de cinco horas.
El expediente, en manos de la Dra. Silvia Pelossi, se transformó en un laberinto kafkiano. En lugar de una resolución urgente, surgió un “conflicto de competencia” que congeló el caso, mientras se exigían “pruebas técnico-científicas” para autorizar un avión sanitario. Una formalidad absurda ante una emergencia médica evidente.
Hace más de doce días, la causa se encuentra inmóvil en la Secretaría Laboral de la Corte, dirigida por la Dra. Analía Di Tomasso. El abogado Diego Cotleroff presentó dos pedidos de pronto despacho, los días 25 y 28 de octubre, sin obtener respuesta. La familia, sin recursos y con el tiempo agotándose, resume el drama con una frase demoledora:
“La burocracia está matando a mi padre”.
Desde el 1° de octubre, cuando Gorostiza sufrió una descompensación por influenza A, neumonía e insuficiencia renal, cada demora judicial ha significado un riesgo vital. El seguro médico cubre hasta 200.000 dólares, pero la autorización judicial no llega.
Los días pasan, las apelaciones se apilan, y la Corte bonaerense —con sus tres jueces al frente— se enfrenta a un dilema que trasciende un expediente: decidir si la justicia puede ser humana cuando el reloj marca segundos de vida.
En el silencio de los despachos, la urgencia se volvió papel.