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En la memoria colectiva de Estados Unidos, hay fechas que dejan de ser una celebración para convertirse en advertencia. La noche del 31 de octubre de 1973, en el apacible pueblo de Fond du Lac, Wisconsin, el aire frío no trajo solo disfraces y caramelos: trajo el fin de una época donde los niños podían caminar sin miedo.
Lisa Ann French, de apenas nueve años, salió aquella tarde disfrazada de mariposa. Su madre le había cosido a mano las alas anaranjadas que tanto la entusiasmaban. Era su primer Halloween sin supervisión directa. Llevaba una pequeña bolsa vacía y una promesa: regresar antes de las siete. Nadie imaginó que su vuelo inocente se cortaría al cruzar la puerta equivocada.
Fond du Lac, un pueblo de calles tranquilas y vecinos conocidos por nombre y apellido, no estaba preparado para enfrentarse al mal que dormía a dos puertas de distancia. Mientras los demás niños volvían con las manos pegajosas de azúcar, la madre de Lisa comenzó a sentir que algo estaba mal. La búsqueda se extendió por parques, caminos rurales y barrios enteros. Cada linterna encendida aquella noche era una plegaria desesperada.
El nombre Gerald Turner pronto apareció entre los vecinos entrevistados. Era joven, educado, y vivía con su novia y su hija pequeña. Nadie, ni siquiera la policía, pensó que aquel rostro común podía esconder un impulso monstruoso. Turner declaró con serenidad que había visto a Lisa, que le había dado dulces y que ella se había ido. La calma de su voz solo alimentó la falsa sensación de que la niña aparecería.
Cuatro días después, un granjero encontró una bolsa de basura negra al costado de un camino rural. Dentro, la mariposa estaba rota. Lisa había sido violada y asesinada. El informe forense destrozó la tranquilidad de la comunidad, y el rumor se convirtió en certeza: el asesino no era un extraño, sino alguien del propio vecindario.
En los interrogatorios siguientes, Turner comenzó a titubear. Las fibras de la tela del disfraz de Lisa coincidían con las de su alfombra. La presión policial y la evidencia lo acorralaron hasta que la frase más aterradora salió de su boca:
“El monstruo salió”, confesó con frialdad.
Su admisión heló a los investigadores y a todo el país. Turner no mostró arrepentimiento. Alegó no haber planeado nada, pero su relato reconstruyó el momento con una crudeza insoportable. La justicia lo condenó a cadena perpetua en 1975.
Sin embargo, la historia no terminó allí. Las leyes de la época permitían su liberación condicional tras cumplir parte de la pena. En 1992, cuando Turner volvió a caminar en libertad, Fond du Lac estalló en protestas. Las pancartas decían: “No hay rehabilitación para el monstruo”. Los vecinos cercaron su casa, y el miedo volvió a circular como si los años no hubieran pasado.
De aquella tragedia nació una reforma legal conocida como “Ley Turner”, que impuso controles más estrictos sobre los delincuentes sexuales liberados. Pero las leyes no pudieron reparar lo que el crimen destruyó: la confianza.
Cada aniversario del crimen, las calles del pueblo se cubren de velas y lazos naranjas, símbolo del disfraz que Lisa nunca volvió a usar. Su madre, en una carta pública décadas después, escribió:
“A veces imagino cómo habría sido su vida. Yo sigo siendo la madre de una niña de nueve años.”
Hoy, el nombre de Lisa Ann French vive en memoriales escolares, en campañas de concientización y en cada advertencia que los padres repiten a sus hijos antes de dejarlos salir. Su historia sigue flotando, ligera y dolorosa, como las alas que su madre cosió aquella tarde, creyendo que solo volarían hacia la alegría.
 
							 
						 
							 
						 
							 
						 
							 
						 
							 
						 
							