En Argentina, la diabetes dejó de ser un problema aislado para convertirse en un fenómeno sanitario de magnitud nacional. Uno de cada diez argentinos convive hoy con esta enfermedad crónica, una cifra que no solo revela su alcance, sino también la velocidad con la que progresa: en las últimas décadas, su prevalencia aumentó más del 50 %. Lejos de estabilizarse, el panorama señala una tendencia ascendente impulsada por factores que forman parte de la vida moderna: sedentarismo, sobrepeso, dietas de baja calidad y estrés acumulado.
Sin embargo, el dato más inquietante es otro: cuatro de cada diez personas con diabetes desconocen su condición. Esta falta de diagnóstico temprano actúa como un amplificador silencioso del daño, porque mientras los niveles elevados de glucosa sostienen su efecto corrosivo, los pacientes continúan con su vida habitual sin advertir que sus arterias, su corazón y sus riñones avanzan hacia un deterioro que podría haberse evitado.
La diabetes, en todas sus variantes, tiene un denominador común: la dificultad del organismo para utilizar adecuadamente la insulina o para producirla en cantidad suficiente. Aunque existen formas menos habituales —vinculadas a enfermedades específicas o al uso de medicamentos—, la tipo 2 concentra la mayor parte de los casos en el país. Su crecimiento en adolescentes, un fenómeno que hasta hace algunos años era marginal, muestra cómo los hábitos alimentarios y la falta de actividad física comenzaron a modificar el mapa epidemiológico incluso entre los más jóvenes.
Los especialistas coinciden en que hasta un tercio de los casos podría prevenirse simplemente mejorando la alimentación diaria y aumentando el movimiento corporal. Pero aun así, la enfermedad continúa expandiéndose. Su avance inadvertido se debe en gran parte a que suele manifestarse sin señales claras. Solo en estados avanzados aparecen indicios como polidipsia, micciones frecuentes, cansancio extremo, visión borrosa o heridas que tardan en cerrar. Para entonces, el daño en muchos casos ya está en marcha.
El vínculo entre diabetes y salud cardiovascular ocupa un lugar central en esta problemática. Quienes padecen diabetes tienen entre dos y cuatro veces más probabilidades de sufrir un infarto, un ACV o insuficiencia cardíaca, una relación directa con el efecto inflamatorio y lesivo que la glucosa elevada ejerce sobre los vasos sanguíneos. Con el tiempo, las arterias se vuelven más rígidas, se acumulan placas de ateroma y el corazón queda expuesto a un desgaste acelerado.
Las enfermedades del corazón son, por esta razón, una de las principales causas de muerte entre las personas con diabetes. De ahí que el abordaje terapéutico moderno ya no se limite al control glucémico. El manejo integral incluye presión arterial, colesterol, peso corporal y salud renal, un enfoque que pretende frenar el daño sistémico antes de que alcance órganos vitales.
En los últimos años, los avances tecnológicos redefinieron el tratamiento de los pacientes insulinodependientes. Sensores que permiten monitorear la glicemia en tiempo real, infusores inteligentes y algoritmos incorporados a los dispositivos se combinan para ofrecer un control más estable y menos invasivo. A esto se suman medicamentos innovadores que reducen el riesgo cardiovascular, ayudan a bajar de peso y regulan la glucosa sin provocar hipoglucemias, lo que representa un cambio sustancial en calidad de vida.
Pero más allá de la industria farmacológica, el punto neurálgico sigue siendo el mismo: la detección precoz. Un análisis anual de sangre es suficiente para identificar alteraciones que, tratadas a tiempo, pueden revertirse por completo. La prediabetes, por ejemplo, es un estadio reversible si se interviene con cambios reales en el estilo de vida. Es la última advertencia del cuerpo antes de cruzar una línea que, una vez traspasada, implica convivir de por vida con una condición compleja.
El desafío actual es cultural: lograr que la población incorpore los controles de rutina como parte de su autocuidado. Comprender que la diabetes no es inevitable, que no aparece de un día para otro, y que sus efectos no son un destino, sino la consecuencia de dinámicas modificables. Cuando el diagnóstico llega temprano, el pronóstico cambia radicalmente; cuando llega tarde, el corazón suele pagar el precio.