El 25 de noviembre no fue escogido por azar ni por conveniencia diplomática. Es una fecha que emerge de un acto brutal de poder, de un intento deliberado de borrar de la historia a tres mujeres que se negaron a obedecer. En la República Dominicana de 1960, en pleno dominio de Rafael Trujillo —uno de los dictadores más violentos del continente—, las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal se habían convertido en un símbolo incómodo para el régimen. Su militancia era, ante todo, una evidencia peligrosa: la resistencia podía tener nombre femenino.
El asesinato de las Mirabal fue pensado como una operación quirúrgica: rápida, clandestina y disfrazada de accidente. Pero el plan fracasó. En lugar de silenciar un movimiento, el crimen multiplicó las voces y encendió una discusión internacional que tardó décadas en institucionalizarse. Aquella violencia de Estado reveló lo que los movimientos feministas venían denunciando: que el maltrato, la persecución y la desigualdad no eran fallas aisladas, sino un sistema extendido y legitimado culturalmente.
A partir de los años 80, los Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe comenzaron a construir una agenda común donde la violencia contra las mujeres dejó de entenderse como un “problema doméstico” para transformarse en un fenómeno político y social. Fue en ese marco donde nació la propuesta de fijar el 25 de noviembre como una fecha continental de lucha. La iniciativa no buscaba únicamente recordar a las hermanas Mirabal, sino instalar una denuncia estructural: la violencia basada en género responde a patrones que atraviesan clases sociales, instituciones, sistemas judiciales, medios de comunicación y relaciones familiares.
Cuando la ONU oficializó la fecha en 1999, ya existían estudios, estadísticas y organismos que mostraban un escenario demoledor. La violencia contra las mujeres no era marginal: era un problema global, presente tanto en regímenes autoritarios como en democracias consolidadas. Las amenazas, las agresiones físicas, la violencia sexual, los femicidios, la trata y la coerción psicológica configuraban un mapa transversal donde la desigualdad de poder seguía siendo el punto de partida.
Hoy, más de dos décadas después de aquella declaración, el 25 de noviembre sintetiza un proceso que combina memoria, visibilidad pública y exigencia política. Los “16 días de activismo” que acompañan esta jornada funcionan como una estrategia internacional de presión: buscan que los Estados no se limiten a mensajes simbólicos, sino que generen presupuestos, protocolos, educación con perspectiva de género y mecanismos de prevención reales.
Sin embargo, la relevancia de esta fecha no reside sólo en lo que se recuerda, sino en lo que todavía falta. La violencia contra las mujeres sigue siendo una de las violaciones de derechos humanos más extendidas y menos denunciadas del mundo. La impunidad judicial, la naturalización cultural y la falta de datos comparables en muchos países dificultan el trabajo de quienes intentan transformar esta realidad. En este contexto, el legado de las Mirabal opera como un recordatorio: la lucha contra la violencia de género no es una conmemoración anual, sino una tarea política cotidiana.
Así, el 25 de noviembre se levanta como una plataforma global, un día que obliga a mirar de frente aquello que, durante siglos, fue barrido bajo la alfombra de lo privado. Su fuerza reside en la memoria, pero también en la persistencia: cada marcha, cada informe, cada reclamo y cada propuesta legislativa son parte del mismo hilo histórico que comenzó con tres mujeres que se atrevieron a desafiar un régimen que las quería sumisas.
Porque allí está la clave: lo que se recuerda no es sólo su muerte, sino su decisión de vivir sin miedo. Y ese gesto, hoy, es el que mantiene viva esta bandera en todo el mundo.