Si el deporte necesitara un día para mirarse en el espejo y reconocerse en sus luces y sombras, ese día sería el 25 de noviembre. No porque lo marque un calendario oficial, sino porque lo establece la historia. La muerte de Diego Armando Maradona en 2020 —cinco años se cumplen ahora— y la de George Best en 2005 configuran un acontecimiento simbólico que excede lo biográfico: es la fecha en la que el fútbol parece haberse quedado sin aliento, perdiendo primero a su dios pagano y también a su poeta maldito.
La propuesta de declarar el 25N como el Día Internacional del Fútbol no nace del capricho, sino de una convergencia emocional, cultural y deportiva que pocas veces se repite. La FIFA aún no avanzó formalmente en ese reconocimiento, pero distintos colectivos de aficionados, ex jugadores y organizaciones vinculadas al deporte impulsan esa idea desde 2021. La Fundación Maradona, varios clubes de Sudamérica y hasta asociaciones europeas han expresado públicamente que el día “tiene un peso histórico imposible de ignorar”.

El argumento central es contundente: Maradona es la figura más influyente que jamás haya producido el fútbol moderno. No necesariamente el mejor para todos, pero sí el más disruptivo, el más transversal, el más político sin pretenderlo, el más contradictorio y, sobre todo, el que modificó para siempre la percepción popular del deporte. La magnitud del fenómeno es medible: Naciones Unidas reconoció que durante su funeral se registró una de las manifestaciones espontáneas más multitudinarias de la historia latinoamericana, y estudios académicos sobre cultura futbolera coinciden en que ningún jugador ha generado un nivel de devoción transgeneracional similar.
Pero el 25N no se construye solo con la figura de Maradona: George Best, fallecido exactamente veinte años antes, aporta un contraste que legitima aún más el simbolismo de la fecha. Best fue el primer futbolista global que combinó genialidad, rebeldía y autodestrucción, y su historia se convirtió en una advertencia para la industria del espectáculo que recién comenzaba a mercantilizar la vida privada de los deportistas. Su paso por el Manchester United definió la estética del fútbol británico de los 60 y lo transformó en un ícono pop que trascendió al deporte: era el jugador que habría podido inaugurar una época, pero eligió vivir en otra.

Maradona lo admiraba. No por casualidad: descubrir a Best significaba descubrir que el fútbol podía ser un territorio de insolencia creativa, de atrevimiento, de arte. “George me inspiró cuando era pequeño”, dijo el Diez. Y ahí se teje el puente: ambos vinieron de la nada y se volvieron todo. Ambos fueron víctimas de sus propios talentos y de sus propios excesos. Y ambos murieron en la misma fecha como si la historia necesitara dejar una marca indeleble.
En ese cruce surge la potencia del 25N. No como homenaje a la tragedia, sino como recordatorio del legado. El fútbol, en su esencia, es contradictorio: puede elevar a lo sublime y arrasar vidas al mismo tiempo. Las historias de Maradona y Best reflejan esa dualidad mejor que cualquier tratado sociológico.
El impulso para transformar la fecha en celebración mundial responde a una lógica similar a la del 23 de abril para el Día del Libro: no se homenajea la muerte, sino la obra. En este caso, la obra es el fútbol como lenguaje universal. Y si hay un día en el que ese lenguaje habla por sí solo, es este.
Recordar a Maradona el 25 de noviembre no es volver a su caída, sino a su construcción eterna: el joven de Villa Fiorito que llevó a Argentina a lo más alto, el capitán que desafió a Inglaterra en un contexto político imposible, el símbolo napolitano que cambió la identidad de un pueblo postergado, el hombre que convertía cada gambeta en una declaración de libertad.

Y recordar a Best es recordar la advertencia: el talento sin límites también tiene un costo. El 25N es, precisamente, la síntesis entre la gloria y la fragilidad.
Por eso la fecha tiene una potencia única: invita a celebrar el fútbol en toda su dimensión, desde lo divino hasta lo terrenal, desde la épica del “barrilete cósmico” hasta la melancolía del “don’t die like me” que Best dejó como legado testimonial.
Si alguna vez el deporte más popular del planeta decide elegir su propio día, difícilmente encuentre uno más cargado de sentido que este. Porque la pelota no se mancha, pero la historia sí se escribe. Y el 25 de noviembre la escribió dos veces.