Por: Jonatan Anaquin
Hay partidos importantes, partidos inolvidables… y después está la final de la Copa Libertadores 2018 entre River y Boca, ese fenómeno social que dejó de ser simplemente deporte para convertirse en una pieza de cultura popular, en un relato transgeneracional y en un espejo brutal de lo que somos como sociedad futbolera.
A siete años, la sensación no se diluye: más bien, crece. Y crece porque no solo recordamos el resultado; recordamos cómo se vivió, cómo se sintió, cómo se sufrió y, finalmente, cómo fue celebrada una de las noches más importantes de la historia del fútbol.
Lo curioso es que esta final no empezó en una cancha: empezó en la atmósfera cargada de agosto, cuando el sorteo dejó abierta la mínima posibilidad de un cruce que parecía improbable.
Ahí nació la sensación de fatalidad: esto va a pasar... Y pasó.
River superando a Racing e Independiente, y sobreviviendo al dramático duelo en Brasil con el penal del “Pity” Martínez en tiempo agregado, y Boca avanzando con autoridad sobre Libertad, Cruzeiro y Palmeiras
La noche de la Bombonera debió haber sido el inicio de un espectáculo. Terminó siendo la primera postal absurda: 95 milímetros de lluvia, las líneas del campo convertidas en arroyos y la lógica decisión de suspender. Ese día el fútbol argentino ya estaba avisando que lo que venía no sería normal.

Cuando finalmente se jugó, el partido fue una montaña rusa emocional. Wanchope Ábila abrió la serie a puro rebote, pero Lucas Pratto respondió con un contraataque quirúrgico que nació dos segundos después del saque del medio. Otro gol de Boca, el cabezazo de Darío Benedetto, puso drama al entretiempo y elevó la temperatura emocional del país.
Pero River volvería a equilibrar todo con otro cabezazo de Pratto y una atajando monumental de Armani ante Benedetto, que evitó que la final viajara a Núñez con una herida profunda.
El partido del Monumental debía ser la fiesta. Fue lo contrario. El ataque al micro de Boca fue la derrota más dolorosa del fútbol argentino como sociedad. Las imágenes de Pablo Pérez con el ojo vendado, los vidrios rotos, el caos, los amagues de jugar, suspender, reprogramar… todo eso marcó el punto en el que el fútbol perdió control de sí mismo.

Y entonces llegó la decisión que parecía imposible incluso para la imaginación más delirante: la final se mudaba a Madrid. Europa tendría un Superclásico. Y Argentina, su cicatriz.
El Santiago Bernabéu fue un planeta aparte. Un Superclásico jugado entre banderas blancas del Real Madrid, hinchas neutrales filmando todo con el celular y un clima que mezclaba ópera con folklore rioplatense.

Boca golpeó primero con un gol brillante de Benedetto, que antes de festejar decidió dejar una imagen que entró en la memoria colectiva: la lengua afuera, burlona, provocadora, empujando a Montiel. Una postal que el destino guardó para hacerla volver… multiplicada.

Pero River, como tantas veces en la era Gallardo, volvió a aparecer en el momento exacto. Una jugada sobre la derecha, toque rápido, pase filtrado… y Pratto, otra vez él, definió cruzado para el 1-1. Su tercer gol en la serie. Su nombre grabado en la final más grande de la historia entre ambos.
El alargue llegó envuelto en tensión: expulsión de Barrios, el tiro libre indirecto dentro del área de Boca, la volea de Jara al palo. Cada jugada era un sobresalto. Hasta que llegó el momento que marcó una generación.
Todo cambió cuando Juan Fernando "Juanfer" Quintero recibió en la puerta del área. El colombiano, con ese talento de artista impredecible, soltó un zurdazo que chocó el travesaño y entró como si la pelota supiera que la historia estaba esperando ese impacto.
El primer instante en el que el mundo vio a River adelantarse por primera vez en toda la serie.
Boca, desesperado, fue con todo. Andrada subió a cabecear un córner, Armani rechazó y la pelota terminó en los pies del Pity.
Y entonces se abrió el cielo.

La corrida de Gonzalo “Pity” Martínez es uno de los momentos más icónicos en la historia del fútbol argentino. Campo abierto, 120 minutos en las piernas, y aun así la pelota parecía liviana. Las tribunas parecían gritar en cámara lenta. Izquierdoz corrió desde atrás, pero ya no importaba. Nadie podía detener lo inevitable.
¡Armani! El taco, no, hace la personal y ahí se va, se va, se viene Martínez para el gol, y va el tercero, y va el tercero, y gol de River, ¡gol de Riveeeeeeeeeeeeeeeer! - Mariano Closs
Pity la empujó al arco vacío, casi con ternura, y en ese instante River selló la noche más gloriosa de su vida moderna. Ese gol no solo cerró una final: selló una era. El 3-1 en Madrid, el 5-3 global, el recuerdo eterno
A siete años, lo que queda no es solo el resultado. Es la certeza de que ninguna final volverá a ser igual. Que esa mezcla de caos, épica, talento, provocación y redención fue irrepetible. El fútbol argentino perdió mucho en ese periodo… pero ganó un relato que se seguirá contando dentro de cien años.
Una final que fue película. Una película que fue leyenda. Y una leyenda que, para muchos, todavía duele… o todavía emociona.