Por: Jonatan Anaquin
El 18 de diciembre de 2022 no fue un domingo más. Fue el día en que el tiempo se detuvo, en que las calles quedaron vacías y los corazones latiendo al mismo ritmo. Fue la jornada en la que Argentina, después de 36 años de espera, volvió a ser campeona del mundo. Pero, sobre todo, fue el día en que un pueblo entero volvió a creer que los sueños, incluso los más esquivos, pueden cumplirse.
Ahora, tres años después, Qatar 2022 no es un recuerdo congelado en una vitrina. Es una historia que se revive en cada charla, en cada video repetido, en cada nene que grita “¡somos campeones!” sin haber conocido la sequía. La tercera estrella no solo se bordó en el escudo: se tatuó en la memoria colectiva.
Todo empezó torcido. Y quizás por eso terminó siendo perfecto.
La Selección argentina llegaba al Mundial con una racha histórica de 36 partidos invictos, campeona de América, con un equipo consolidado y un Lionel Messi en plenitud emocional. El debut ante Arabia Saudita parecía un trámite. De hecho, lo fue… hasta que dejó de serlo.
Messi marcó de penal a los siete minutos y todo indicaba que el camino sería llano. Pero el fútbol, ese dios caprichoso, tenía otros planes. Dos goles anulados por offside, desajustes defensivos y una sorpresa monumental dieron vuelta el partido. El 2-1 saudí sacudió al mundo y dejó a la Argentina al borde del abismo.
Fue ahí cuando apareció una frase que hoy es parte del folklore nacional. “Que la gente confíe”, dijo Messi. No fue una declaración más. Fue una promesa.

Con la soga al cuello, Argentina salió a jugarse la vida ante México. No había margen de error. El partido fue tenso, espeso, emocionalmente asfixiante. Hasta que, como tantas veces, apareció él.
Lionel Messi tomó la pelota fuera del área y sacó un zurdazo bajo, preciso, definitivo. El gol rompió el partido, liberó al equipo y desató el primer gran desahogo del Mundial. Minutos después, Enzo Fernández —símbolo de la nueva generación— selló el 2-0 con un golazo que mezcló atrevimiento y calidad.
Ese día no solo se ganó un partido. Se recuperó la identidad.

Ante Polonia, Argentina jugó su mejor partido de la fase de grupos. Control, autoridad, paciencia. Alexis Mac Allister y Julián Álvarez marcaron los goles del 2-0 que selló la clasificación como primeros del grupo.
El equipo ya no dudaba. Había encontrado su forma, su espíritu y su convicción.

En octavos de final apareció Australia. Un rival incómodo, ordenado, sin complejos. Messi abrió el marcador con un gol de esos que parecen simples, pero solo él puede hacer. Julián amplió con presión y oportunismo. Todo parecía definido… hasta que no.
Un gol en contra y una atajada milagrosa del Dibu Martínez en la última jugada evitaron el empate. Fue el primer aviso de que el Mundial no se iba a regalar.

Cuartos de final. Países Bajos. Historia pesada. Declaraciones picantes. Un partido que fue mucho más que fútbol.
Argentina jugó un primer tiempo brillante. Gol de Nahuel Molina tras una asistencia quirúrgica de Messi. Luego, penal y gol del capitán. 2-0 y sensación de control absoluto.
Pero el fútbol volvió a mostrar su costado cruel. Países Bajos empató en los últimos minutos, con un tiro libre preparado al detalle. El banco argentino explotó. El partido se volvió caótico, tenso, inolvidable.
En los penales, emergió una figura que ya era enorme: Emiliano “Dibu” Martínez. Atajó, intimidó, lideró. Y Lautaro Martínez, bahiense, con una carrera cargada de dudas en el torneo, clavó el penal definitivo.
Argentina estaba en semifinales.

En semifinales, la Scaloneta dio una clase magistral. Croacia, subcampeón vigente, fue superado de principio a fin.
Messi abrió el camino con un penal perfecto. Julián Álvarez protagonizó una de las jugadas más icónicas del Mundial: una corrida desde mitad de cancha, atropellando rivales, empujando la historia. Luego, el tercero, con una asistencia sublime del capitán tras dejar desparramado a Gvardiol.
Fue 3-0. Sin discusión. Argentina volvía a una final del mundo.

18 de diciembre. Lusail. Francia.
Desde el primer minuto, Argentina fue superior. Messi, Di María, Mac Allister, De Paul: todos en un nivel altísimo. Penal de Messi. Gol de Di María tras una jugada colectiva que quedará en los libros de historia. 2-0 y un primer tiempo perfecto.

Durante 75 minutos, Argentina rozó la gloria. Hasta que apareció Kylian Mbappé. Dos goles en menos de diez minutos. Empate. Silencio. Shock.
En el alargue, cuando el cuerpo ya no respondía, Messi volvió a aparecer. Gol. Esperanza. Pero Mbappé, otra vez, empató de penal.
Y entonces, el momento que define una era: la atajada del Dibu Martínez a Kolo Muani. Una pierna salvadora. Un instante eterno.

En la tanda, Argentina fue más fuerte. Más segura. Más equipo. Dos fallos franceses. Y Gonzalo Montiel, con la historia en el pie derecho, convirtió el penal final.
Argentina campeón del mundo.
Messi campeón del mundo.
La tercera estrella, al fin.
Qatar 2022 no fue solo un título. Fue una reconciliación con la historia, con el fútbol, con nosotros mismos. Fue la confirmación de un liderazgo distinto, el de Lionel Scaloni, basado en la humildad, la inteligencia y la confianza.
Fue el Mundial que unió generaciones, que hizo llorar a los que esperaron desde 1986 y a los que lo vivieron por primera vez. Fue el Mundial que transformó una Selección en un símbolo.

Tres años después, la Scaloneta sigue viva. En cada cancha, en cada bandera, en cada recuerdo.
Porque hay triunfos que no se olvidan.
Y hay finales que no se superan.
Solo se agradecen.