Puerto Almanza es una calle que corre en paralelo al canal Beagle. Ruta provincial K se llama la calle, que es de ripio y se desprende de la ruta provincial J a la altura de la bahía Almirante Brown, una de las tantas bahías de Tierra del Fuego. Aquí las casas son de chapa o madera, y tienen un número sobre la puerta. No son demasiadas. Con casi treinta años de historia, Almanza –así lo llaman todos– es un pueblo de pescadores que baila al compás de la centolla y recibe turistas durante buena parte del año. Combis, autos particulares y helicópteros llegan desde Ushuaia, que está a 75 kilómetros, para comer este delicioso crustáceo que en Francia se sirve congelado por hasta tres veces más de lo que se paga para comerlo fresco acá, en el pueblo más austral de nuestro país, del otro lado de la cordillera de los Andes.
Para entender cómo se vive por estos lados, vamos en auto hasta el río Almanza, punto más al oeste de la población, y lo desandaremos en dirección al este. “Aquí hay alrededor de 36 familias”, asegura el agente Cristian Bondaruk, que está apostado en el destacamento policial Nº 350, que depende de la comisaría Nº 3 de Ushuaia y queda casi al final del pueblo, frente al puerto. Lo acompaña el cabo Matías Sanacato. Cuenta que son tres, y que todos los jueves se intercambian. Agrega que en el pueblo además hay una sede de la Armada y otra de la Prefectura –los primeros en instalarse, en 1966–. Comenta que en tierra no pasa demasiado, pero que hace unos días una combi volcó y terminó sobre la playa. Tuvieron acción, pero no pasó a mayores.
Muy cerca queda la escuela. Se llama “44 Héroes del Submarino ARA San Juan”, en honor a los fallecidos en la tragedia de fines de 2017. Desde afuera se ve nueva, con la bandera argentina flameando. “En general tiene seis alumnos regulares”, me cuentan en la policía. Luego me marcan la casa de uno de los pobladores históricos de Almanza, un tal José Argel, que vive en una casa alpina.
“Llegué a este pueblo en 1994 y me instalé en una casillita de tres por tres. Junté unos pesos y me compré una lanchita. Con eso vivo”, dice José, de 77 años. Charlamos en la puerta de su casa porque aplaudí para que saliera, mientras un perro que estaba atado ladraba. Sin querer, le interrumpí el almuerzo. “Me vine a Ushuaia en 1972 desde Puerto Montt. Era contratado como buzo escafandra”, cuenta este chileno que conserva la tonada. “Cuando llegué acá no había nada, pero tampoco había nada en Ushuaia”, sonríe y agrega que allí trabajaba con las grandes pesqueras en la extracción de mariscos.
¿Qué hace ahora? “Pesco centolla. La faeno, proceso y la vendo envasada al vacío. Algunos pusieron restaurante. Yo quise hacer lo mismo, pero no daban los números. Todo es muy caro: pagar a los empleados y tenerlos en blanco. Por eso mejor la vendo a los restaurantes en Ushuaia. Tengo dos que son clientes. No me comprometo con nadie más porque la centolla escasea”, asegura José, que cuenta que el mar tiene que estar calmo para pescarla, y que todas las mañanas –mientras están en temporada de pesca–, mira por internet como vienen los días para ver si sale o no. “Si está malo el tiempo, ni te levantás de la cama”, dice después de agregar que tiene wifi, televisor y todo lo que necesita. “Nada que ver con cuando llegué, que había solo una casilla de vialidad para arreglo de rutas; estaban la Armada y la Prefectura, con dos milicos en cada puesto, y nada más. Eso sí, mucha nieve en invierno. Quedábamos aislados dos o tres días hasta que la maquina viniera a despejar el camino. Pero igual me quedé, porque Almanza es el mejor lugar para la pesca. Es un mar muy limpio. Conocí mucho y por eso elegí acá. Después me siguieron los demás”, sentencia José Argel, que tiene a su señora y a sus hijos –algunos casados que le dieron nietos– entre Ushuaia y Almanza.
Agrega que además tiene un criadero de mejillones, pero como hay marea roja –“un bicho tóxico que anda por las algas y se mete en los mariscos”–, no se puede comer. “Por suerte a la centolla y al erizo no le agarra”, apunta sobre el crustáceo y el equinoideo que ahora está en temporada de pesca, pero que “en marzo, abril, mayo y junio entra en veda para cuidar el recurso”. “Tengo un hijo que es patrón de pesca. Es decir, maneja los barcos. Para eso hay que estar autorizado por Prefectura y tener todos los documentos en regla”, se enorgullece este hombre de mar que desde su casa ve las luces de la pujante Puerto Williams, del otro lado del canal Beagle, en territorio chileno. “Ya no cruzamos porque si vas sin hacer aduana te meten preso. Sí o sí hay que hacer migraciones desde Ushuaia”, confía José y se disculpa para volver a almorzar el plato que se le enfrió, porque Olaf –“el barco que es verde y amarillo; lo ves ahí enfrente”– lo espera con el electricista para hacer arreglos. Le pregunto si saldrá esta tarde y me contesta: “No quiero salir más a navegar. Aunque todos los años digo lo mismo”.
Efectivamente, enfrente de su casa no solo está Olaf, el barco, sino que también está el puerto, que es pequeño. La calle se desdobla para entrar, y solo un par de embarcaciones están amarradas en este sector de redes abandonadas, trampas naranjas y un par de casas más, que son de chapa y viejas. Todo entre el viento, los pájaros y la arena, negra y gruesa.
Volviendo de oeste a este, después de que la calle –ruta, en rigor– hace un leve giro entre el bosque y el canal, está la parte más turística de Puerto Almanza. Aquí se luce el bote que hace a la postal clásica de Puerto Almanza. Es de madera pintada de rojo, tiene un mástil con una bandera argentina que está rasgada, cabos gruesos y sueltos, y una inscripción con el nombre del pueblo.
Sobre la calle se suceden restaurantes de pescadores que sirven centolla en todas sus versiones: fresca o en empanadas, las más frecuentes. Algunos lo hacen desde sus casas, otros en locales. Tienen pocas mesas y la mayoría están llenos, o cerrados porque es día de semana. La lección dice que, para asegurarse el almuerzo por estos lados, conviene no improvisar. Se destacan La sirena y el capitán, y La mesita de Almanza.
Por acá hay además un almacén con un cartel que dice que vende empanadas de centolla. Lo atiende Mario Gauwel, con su mujer. “El mar te da”, asegura después de contar que es hijo de Norma Vargas, pionera en Puerto Almanza. Agrega que su mamá está de vacaciones en Córdoba, mientras empieza la charla a la espera de que nos frían las empanadas y un cono de papas fritas. “El mar te da”, repite y explica: “Es mucho más productivo que el campo”. Sabe de lo que habla, vivió algunos años en la estancia El Túnel, cerca de Ushuaia, que era de un primo de su mamá.
“Soy cuarta generación de fueguinos. Descendemos de chilenos. Mi mamá trabajaba en Sanyo en los años 80, en Río Grande. Hacían teles. Así conoció a mi papá y tuvieron seis hijos. Pero desde que tengo doce años que no lo vi más. Después mi mamá tuvo otro marido”, relata Mario. “Se vino sola, bah con nosotros, a buscar trabajo acá. Llegó hace 25 años y se convirtió en la primera pescadora mujer de la zona. Siempre fue una actividad artesanal, de cholga y mejillones, al principio. Contaba con su embarcación –todavía la tiene– que es naranja y amarilla. Además, puso un kiosquito que se le quemó por un cortocircuito hace tres años. Tenía su casita y al lado el freezer donde guardaba el pescado”, detalla Mario sobre Norma, este personaje fueguino que salió en revista Gente como “la dueña del kiosco más austral del mundo”.
¿A qué se dedica Mario cuando no está en el almacén de su mamá? “Pesco. De enero a marzo, róbalo y salmón”, cuenta y asegura que el salmón es salvaje. “Un amigo pescador me contó que en Chile se rompió un criadero muy importante y que por eso se soltaron varios que ahora son silvestres”, esgrime para explicar como es que tiene cerca de cincuenta salmones en el frezzer, que muestra tan sorprendido, como dichoso. “Los sacamos hace unos días, con cinco redes”, detalla y agrega que hace semanas consiguió trabajo en un criadero de mejillones. “Todo en blanco y con obra social”, celebra.
Antes de recordar la Puerto Almanza de hace veinte años, dice que por la tarde tiene que salir al mar. Irá con un buzo a acomodar las redes con “el muerto”, que es la piedra grande que las amarra al fondo del mar. “Ahora que hay internet no nos sentimos tan alejados, pero yo viví acá de chico y ¡no sabés lo que era esto de noche! Había dos foquitos de luz, y punto. Oscuridad total. Estaba la Prefectura, la Armada y un par de antiguos pescadores. Hacíamos ocho horas a caballo para llegar desde Ushuaia. La escuela está hace poco, y todavía falta que tengamos bomberos y una salita de salud”, asegura Mario. Cuenta también que con su mamá solían ir a pescar al Cabo San Pablo. Se quedaban una semana, y él la miraba para aprender. “Mi vieja es lo más”, resume con los ojos vidriosos de admiración por aquella pionera en este territorio hostil –también próspero– que el mapa ubica en las últimas latitudes de nuestro territorio nacional.
“De acá, ahora”, contesta Sergio Carrera cuando le pregunto de dónde es. Lo dice sin desviar la vista del timón de la lancha, mientras nos lleva canal adentro para pescar centolla en el Beagle. Instalado en Tierra del Fuego desde 1998, Zuco (así le dicen) hace seis años que, además de pescar centolla, la sirve fresca en Puerto Pirata, su restaurante de Punta Paraná, a 11 kilómetros de Puerto Almanza. Hasta acá avanzamos para conocerlo. Visionario, no solo pesca y sirve lo que obtiene, sino que además saca a los turistas a pescar, como ahora hacemos nosotros. Corre el mes de febrero y la veda –prohibición de pescar para preservarla– empieza en marzo y dura hasta fin de junio.
En la embarcación hoy lo secunda Sol Muñoz, que es su nuera. Una cordobesa simpática y súper dispuesta que se crio en la ciudad de Río Grande, se mudó a Ushuaia y por redes sociales conoció a Lucas, el único hijo de Sergio, que tiene a cargo la cocina. Hasta hace poco Diana Méndez, la mamá de Lucas y ex mujer de Sergio, era parte de Puerto Pirata, pero ahora ella tiene su propio emprendimiento en Almanza. Sergio, en tanto, está en pareja con Mariana Duce, y Camilo Miceli, su hijo, es ayudante de cocina de Lucas. Porque todo queda en familia.
“Usamos una línea madre que tiene doscientos metros de largo y que lleva enganchadas entre cinco y siete trampas”, explica Sol para anticipar lo que veremos en minutos alrededor de este bellísimo crustáceo de aguas frías que es un boom gastronómico de la Patagonia austral. “La línea se tira al fondo del canal sin boya, con carnada –carne de pescado o grasa de vaca– en las trampas. Marcamos las coordenadas en un GPS. Todos los días venimos recogerlas y así obtenemos la centolla. Nos quedamos solo con los machos adultos. Suelen tener más de ocho años. Los identificamos por la panza: tienen un triángulo. Mientras que las hembras, un medio círculo. Ellas casi siempre tienen huevos. Por eso las devolvemos, para preservar la especie”, detalla Sol cuando llegamos al punto que nos marca el lugar de las trampas.
Entonces la lancha se detiene para que Sergio y Sol entren en acción. Con fuerza tiran de la soga durante alrededor de un minuto y de pronto aparece la trampa. La apoyan al borde de la lancha, y uno a uno miran los ejemplares, que son seis. Los agarran con cuidado de las patas traseras, para que las pinzas delanteras no lleguen a lastimarlos. Se quedan con los machos y los ponen en un balde, mientras que las hembras vuelven al agua. A la trampa le vuelven a colocar carnada y la tiran para regresar al día siguiente. Sol agrega que las centollas son necrófagas, es decir comen animales muertos o en descomposición, además de algas y moluscos.
Con el día extendido porque es verano –el sol sale a las 5 am y se pone a las 10 pm–, después de un rato en el mítico canal regresamos a Puerto Pirata para cocinar y comer una de las centollas que acabamos de pescar. “En el Beagle la pesca es artesanal, a pequeña escala. Está prohibido hacerlo de manera industrial”, cuenta Sergio que desde Tierra del Fuego el año pasado ejerció un comprometido activismo contra la instalación de salmoneras. Gracias a su militancia, la de algunos pescadores, varios ambientalistas y reconocidos cocineros, desde junio del 2021 existe una ley provincial que prohíbe la instalación de criaderos de salmón en el canal de Beagle.
“Los noruegos querían poner jaulas en nuestras aguas. Son del tamaño de una cancha de futbol. A los salmones les dan antibióticos para que no mueran por parásitos. Entonces bostean y te dejan el fondo del mar a la miseria. ¡Te lo matan y no lo recuperás más! No puede haber tantos peces juntos en un solo lugar”, se envalentona Sergio, y destaca la movida grande entre cocineros con Francis Mallmann a la cabeza. “Los de enfrente, en general, creen que está bueno porque genera trabajo. No les importa si hace mal al recurso natural”, agrega sobre aquello que piensan muchos en Puerto Williams, la ciudad chilena que se levanta del otro lado del canal.
Una vez en tierra, Lucas nos invita a pasar a la cocina de Puerto Pirata. Además de Camilo, lo ayuda Inti Bugnest. Como es tarde, ya no quedan rastros de los turistas que vinieron al mediodía hasta acá con el único fin de comer centolla fresca. Acostumbrado a compartir su saber y tan arraigado a esta tierra como su padre, el cocinero me muestra cada paso de la cocción de la centolla. Lo hace con respeto por el producto y con maneras ceremoniales. “Vemos que el caparazón tiene 12 centímetros. Tiene que ser al menos como mi mano”, explica para definir el tamaño comercial. “Chequeamos que la centolla se haya pescado viva, para poder dar fe de que está fresca. Sino no sería un alimento confiable”, cuenta mientras con un movimiento seco sacrifica el crustáceo. Luego extrae y desecha el sistema digestivo y el nervioso, que está en el caparazón, para que no amargue la carne durante la cocción. “Lo único que se come del bicho son los ocho hombros y piernas”, apunta Lucas cuando hierve el agua que está en una olla y es la hora de meter enteras las dos partes (con cuatro hombros y piernas cada una), junto con el caparazón que luego podrá usarse para decorar el plato.
“La centolla tiene componentes complejos como la quitina, que es lo que le da ese color rosado. Tiene una de las proteínas más codiciadas del mundo, con carne muy nutritiva, que la convierte en una de las más caras. En Asia mueren por un plato como este. Y en algunos países de Europa un hombro de centolla vale más que tres platos de centolla acá”, señala Lucas mientras esperamos que el agua vuelva a romper hervor. Agrega entonces que también Estados Unidos, Rusia y Canadá la producen porque todos tienen aguas frías como el Beagle.
De pronto el agua vuelve a hervir y Lucas chequea el reloj. “Hay que ser rigurosos con el punto”, advierte. Dejará que pasen cuatro o cinco minutos, dependiendo del tamaño de la pieza, para sacarla con una pinza. Luego con rapidez la pasará a un balde con agua del canal, para darle un shock frío y cortar la cocción. Todo ante nuestra mirada atenta, en la cocina sin lujo pero impecable, que está detrás del salón de Puerto Pirata.
“La centolla es un producto muy valorado en el mundo que, sin embargo, a los pescadores artesanales siempre se nos complicó exportar. Nunca hubo apoyo al sector, sino trabas. Podría ser una gran fuente de entrada de divisas”, explica Lucas al acomodar la pieza ya enfriada sobre la mesada. “Acá varios pescadores artesanales pusimos nuestros propios restaurantes porque los grandes gastronómicos de Ushuaia durante años nos impusieron precios bajos. Estamos hablando de un animal exquisito”, insiste Lucas y con precisión de cirujano empieza la instancia más desafiante de la preparación de la centolla: procesarla, que, según cuenta, es mucho más difícil que cocinarla y un poco más que pescarla.
Empieza por separar las patas y los hombros, para luego con un cuchillo corto, tipo cortapluma, y esa habilidad que solo da la experiencia, sacar el esqueleto de calcio que recubre la carne de hombros y patas. “Hay que obtener trozos enteros. Que no quede hecha un puré”, apunta. Con la carne de centolla firme y enterita sobre un plato, emplatarla en una fuente parece un juego de niños para Lucas. Sin hacer alarde de su mano para embellecerla, la acomoda entre el zucchini, la manzana verde y la cebolla morada que cortó con una mandolina, para coronarla con brotes de soja y el ciboulette. Todo fresco y ajeno a toda presunción, con el único afán de acompañar este manjar que gozamos en el salón de Puerto Pirata, mientras atardece sobre el canal Beagle, en Puerto Almanza. Manjar que prepara el hijo de un pescador comprometido que llegó de Avellaneda pero es “de acá, ahora”.
Puerto Pirata. Ruta 30, km 10. T: + 54 9 (2901) 47-0068. IG: @puerto_pirata1. FB: /PuertoPirata. Son los número uno de la zona y por eso conviene hacer unos kilómetros de más para comer centolla. En temporada alta reciben comensales a las 12 y a las 14.45 todos los días. La salida a pescar es antes de sentarse a comer. En veda, de marzo a fines de junio, no salen. No aceptan más de 20 personas por turno. En temporada baja, solo viernes, sábado y domingo.
La sirena y el capitán. RP K s/n. T: (2964) 611098. FB: /Lasirenayelcapitan. Hay pocas mesas, por eso más vale asegurarse una de antemano. Empanadas de centolla y centolla fresca es lo que más sale. Conviene siempre preguntar precios de antemano.
La mesita de Almanza. RP K s/n. T: (2901) 15603768. Lunes y martes, cerrado. De miércoles a domingo, de 12 a 18. IG: @lamesitadealmanza. Hay que reservar por redes sociales o teléfono. El volcán de centolla está entre los platos recomendados. Lo atienden los dueños. Fuente: lanacion.com.ar