La Noche de los Oscar: ¿Cuál de las 10 candidatas creés que ganará el premio a mejor película?. VIDEO

27-03-2022 - Por Primera Página

El poder del perro

Por María Fernanda Mugica

p>Con doce nominaciones en distintas categorías de los premios de la Academia de Artes y Ciencias de Hollywood, El poder del perro se perfila como la favorita para quedarse con el Oscar a Mejor Película. El film de Jane Campion tiene numerosos méritos que la ubicaron en las listas de lo mejor del cine de 2021: desde una puesta en escena que construye una narración sutil pero potente, hasta las actuaciones brillantes y una estética de belleza clásica. Los méritos cinematográficos, es sabido, no son suficientes para ganar el codiciado premio, pero El poder del perro tiene una ventaja sobre sus competidoras, al presentar un posible terreno común para una Academia que abrió las puertas a nuevas miradas, sin despegarse del pasado de Hollywood que muchos de sus votantes añoran.

El film retoma a los personajes, iconografía y paisajes propios del western, sin entrar en los parámetros clásicos del género, para construir un drama familiar con elementos de thriller, en el que se exploran los modelos de masculinidad sobre los que se construyeron los mitos del Viejo Oeste. Basada en la novela de Thomas Savage, la película se centra en los hermanos Phil y George Burbank, que se dedican a la ganadería en el rancho familiar de Montana, en los años 20 del siglo pasado. Cuando George se casa con Rose, una viuda que tiene un hijo adolescente, Phil comienza una guerra psicológica contra su nueva cuñada y trata con desprecio al muchacho, al que considera “afeminado”.

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La historia se desarrolla a fuego lento, sin apuro, consiguiendo un clima de tensión que se va acrecentando a medida que se complican las relaciones entre los personajes. El guion escrito por Campion, por el que también recibió una nominación como Mejor Guion Adaptado, está plagado de pistas que van revelando a los personajes de a poco y de manera sutil. La narración está construida en capas de sentido, que hacen de El poder del perro una película que invita a ser vista más de una vez. El juego con el suspenso y la sutileza con la que trabaja Campion requieren un espectador atento, con vocación por involucrarse de forma intelectual, además de emocional, en lo que está viendo. Algo que el Oscar debería premiar, a modo de incentivo para la educación de espectadores adultos que no necesiten que les expliquen más de una vez las idas y vueltas de una trama.

En ese trabajo sutil sobre los personajes y la historia, el aporte de los actores es clave y los cuatro protagonistas fueron reconocidos con nominaciones al Oscar. Benedict Cumberbatch interpreta a Phil como un personaje áspero, pura crueldad, pero con algo secreto que el espectador no logra comprender enseguida. Hay coraje detrás de una actuación así, que se juega a parecer inadecuada, para luego revelar que aquello que se siente falso en el personaje tiene que ver con una calculada represión de su verdadera naturaleza. En oposición, Jesse Plemons ofrece una interpretación más contenida como George, en la misma sintonía de la de Kirsten Dunst, que encarna la desesperación y tristeza en la que Rose se va sumiendo, a través de expresiones faciales que lo dicen todo. Kodi Smit-McPhee se luce interpretando al joven Peter como alguien con una vida interior insoslayable y capaz de tomar decisiones que ni el espectador, ni los otros personajes, esperarían de él.

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La estética de belleza clásica envuelve esta historia que cuestiona la construcción de los mitos del western. Los grandes planos del paisaje montañoso y los encuadres de Phil a través de puertas y ventanas son claros herederos del cine de John Ford. Pero lo que se cuenta está lejos de aquellas magníficas leyendas heroicas del Viejo Oeste; aquí el foco está puesto en la violencia nacida de la represión y las respuestas desesperadas que la humillación y destrucción dentro de una familia pueden generar. De esa manera, El poder del perro se instala como una película que reconoce y homenajea la herencia del Hollywood clásico, pero lo resignifica desde una mirada distinta como la de Campion. Una combinación que puede satisfacer a las diversas visiones sobre el cine que conviven dentro del grupo de votantes de la Academia.

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Coda

Aunque Coda no empezó en la carrera hacia los Oscar como una de las películas favoritas para llevarse los premios más importantes -está nominada en las categorías de mejor película, guion adaptado y actor de reparto-, su figura comenzó a agrandarse en las últimas semanas y con el histórico triunfo del film en los galardones que entrega el sindicato de actores (SAG), ahora tiene todo para transformarse en la sorpresa de la temporada de premios 2022.

Claro que la buena fortuna de la película comenzó hace tiempo, cuando se estrenó en el festival de Sundance en 2021. Allí, se llevó los premios del jurado, del público, el reconocimiento a Heder como realizadora y al elenco. Además, como había sucedido un año antes con películas como Hermosa venganza, El padre y Minari, Coda logró captar el interés de los votantes de la Academia que afinaron aún más la mirada cuando se anunció que los derechos de distribución del film habían sido vendidos a Apple TV+ por 25 millones de dólares, una cifra récord para el festival de cine independiente.

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Pero claro, muchas veces la adoración en Sundance no se traduce en una exitosa campaña para el Oscar, especialmente cuando se trata de películas de corte más artístico y poco atractivo para el público general. Sin embargo, Coda desafía esos preconceptos. Como explicó Heder en una entrevista, ella buscó que la película “fuera entretenida”. “Quería que el público se riera y no que fuera una lección sobre cómo tratar al otro. Mi deseo era que los espectadores compartieran el viaje de los Rossi y salieran del cine un poco más abiertos a su mundo”, planteó.
 
La familia en el centro del relato, los Rossi de los que habla la directora, está compuesta por padre, madre e hijo mayor sordo y una hija adolescente oyente que oficia como intérprete y traductora entre los suyos y el resto. Adaptada del film francés La familia Beliés, Coda toma la premisa del original (una adolescente oyente y con talento para la música que debe convencer a sus padres sordos de que le permitan seguir su pasión por el canto cuando ellos no pueden entenderlo o experimentarlo), y la profundiza al explorar la vida interior y los diferentes puntos de vista de cada uno de los personajes.

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Para hacerlo cuenta con el excepcional trabajo de sus actores empezando por Emilia Jones (Locke & Key) en el papel de Ruby, la adolescente lista para desplegar las alas y tomar distancia de su familia y de su rol como representante de sus padres interpretados por los actores sordos Marlee Matlin y Troy Kotsur. Este último se posicionó como el favorito en la competencia por el Oscar a mejor actor de reparto después de su triunfo en los SAG y Critics Choice.

Entre los muchos aciertos de la película, que incluye al comediante mexicano Eugenio Derbez en el papel del profesor de música que descubre el talento de Ruby, están las escenas en las que la joven comienza a ejercitar su voz. Los pasajes en los que Jones, con una voz conmovedora y sin formación profesional, se encuentra a sí misma contienen más alma y emoción que cualquier plano de No mires arriba, una de las diez películas con las que comparte la categoría de mejor film. Sensible, inteligente, divertida e inclusiva, Coda tiene además un argumento irrebatible para poder ganar el premio más importante de la noche: una canción de Joni Mitchell perfectamente integrada en el corazón de la trama.

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Más allá del hecho de que cualquier film que haga buen uso de un tema de la leyenda musical merece ser reconocido, este caso es aún más notable de lo usual. La canción “Both Sides Now”, que se escuchó muchas veces en diferentes películas y que parecía haber encontrado su utilización más excelsa en la escena del llanto de Emma Thompson en Realmente amor aquí, cantada y “dicha” en lenguaje de señas, logra esquivar el sentimentalismo y coloca al film un paso más cerca de su dorado destino.

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Amor sin barreras

Por Marcelo Stiletano

Con Amor sin barreras ya son doce los títulos firmados por Steven Spielberg que suman nominaciones al Oscar en las dos categorías principales: mejor película y mejor director. Ningún otro realizador activo y en plena vigencia está en condiciones de emparejar semejante logro. Es más: si aceptamos que los premios al mérito más importantes otorgados en Hollywood reconocen ante todo el talento para unir de la manera más virtuosa la creatividad artística y el talento para sacar el máximo provecho en el cine de las posibilidades que ofrece la maquinaria industrial que se pone a su servicio, Spielberg debería llevarse cada año el Oscar honorario que ganó en 1987.

Ese premio, que lleva el nombre de Irving Thalberg, es otorgado por la Academia de Hollywood a aquellos productores cuyo trabajo creativo “es el reflejo de una consistente producción cinematográfica de elevada calidad”.

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El anuncio de cada nominada al Oscar como mejor película solo incluye el nombre de sus productores. ¿Alguien podría dudar a esta altura que Amor sin barreras merece con creces ser reconocida como la producción del año y, por consiguiente, llevarse el premio más importante de la máxima celebración de la industria? Al principio, Spielberg imaginó esta remake como productor. Se preguntó desde su memoria, desde la visión que tiene del cine y también desde las posibilidades creativas que ofrece hoy la maquinaria industrial del entretenimiento, si un musical estrenado por primera vez en la pantalla grande hace 60 años resuena en el mundo de hoy con el poder suficiente como para despertar el interés del público.

Una vez tomada esa decisión, apareció en toda su magnitud el talento del director. En el primer musical de su carrera, Spielberg recurre tanto a la memoria clásica (“esta es la película de mis sueños de adolescencia”, llegó a decir) como a su mirada actual para hacer de Amor sin barreras un enorme espectáculo que viaja hacia el pasado de Nueva York y sostiene el impulso de esa travesía con las resonancias más fuertes de algunos de los debates más cercanos. A través de su convocatoria a actores de genuino origen latino y de la arriesgada decisión de que en la trama convivan dos idiomas (el inglés y el español), Spielberg recupera el sentido original de la obra y a través de él se hace preguntas que también adquieren relevancia en nuestro tiempo.

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Si todo esto resulta relevante, lo es todavía más el talento impar de Spielberg para recuperar desde aquí esa vieja magia del Hollywood clásico que parecía perdida. Los cuadros musicales desbordan de alegría o dramatismo, el artificio se mezcla todo el tiempo con los espacios reales y reconocibles de la Nueva York de fines de los 50 en la ambientación del relato, las actuaciones son extraordinarias y la historia original de un romance imposible y trágico al estilo de Romeo y Julieta nos sigue conmoviendo como la primera vez.

El Oscar para Amor sin barreras honraría al premio como reflejo de la mejor historia de Hollywood, que regresa con toda la gloria de la mano de su mejor representante. Spielberg pasó por todas en su vida junto al Oscar. Padeció el ninguneo absoluto de El color púrpura (11 nominaciones y ningún premio) y recibió una contundente reivindicación gracias a La lista de Schindler.

El Oscar para Amor sin barreras no solo haría justicia con el mayor creador que hoy tiene Hollywood. También honraría como ninguna otra película en competencia la historia del premio, en coincidencia con el festejo de los 60 años del estreno del film original, que esta remake mejora en todos los aspectos.

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El callejón de las almas perdidas

Por Pablo De Vita

Basado en un libro que fue récord de ventas en la Estados Unidos de mediados de 1940 y, mucho más, en la versión cinematográfica que casi inmediatamente hiciera Hollywood un año después de su publicación, El callejón de las almas perdidas pugna por un Oscar a la Mejor Película y -aún con mínimas chances de ganarlo- mereciera llevarse la estatuilla que entrega la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Seguramente los rubros técnicos sí le pertenezcan.

Merece el premio tanto por las situaciones formales como contextuales de la propia industria hollywoodense. Sobre esta última, Guillermo del Toro brinda un enorme respaldo conceptual a los estudios tradicionales, jaqueados por el universo streaming y por toda una resignificación del consumo del cine cada vez más estructurado en derredor de las plataformas. Con esta película -cuya versión original produjo la Fox en 1947 y cuya remake respaldó en 2021- el realizador revalida al Hollywood tradicional como auténtica “usina de sueños” que el cine necesita hoy más que nunca.

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Pero también tiene sus propios valores para alzarse con la estatuilla que la alejan de los contextos y la convierten en una experiencia tan disfrutable como perdurable en el tiempo. La misma que llevó al gran Martin Scorsese a pedir su rotundo apoyo cuando la taquilla le dio la espalda: “Quedé impresionado y conmovido”, declaró el director. Encorsetar al film como una experiencia noir sería reduccionista y de igual forma exuda cine negro como pocas películas lo han conseguido en mucho tiempo. Si su trama y su imaginario visual están impregnados de ese estilo, Del Toro consigue trascender el formato para entregar un producto que del manierismo conceptual logra una mirada nueva, y desde esos escenarios suntuosos y oscuros de los años cuarenta dialoga con nuestro tiempo reflexionando sobre los mecanismos de la verdad y la mentira.
 
Lo hace con la historia de Stan, un buscavidas que se involucra en el ambiente del espectáculo de variedades que, de pueblo en pueblo, recorre Estados Unidos. Stan es Stanton Carlisle que de la feria donde aprende los primeros trucos de ilusionismo se marcha a la gran ciudad para convertirse en un éxito en la alta sociedad, a la que deslumbra por su clarividencia y con su aparente posibilidad de hablar con los muertos. Pero claro, nada es como parece. Con la base en el engaño William Lindsay Gresham, construyó su novela más exitosa con dos elementos que conocía muy bien, por un lado “el monstruo” -que no era otra cosa que un hombre preso de su alcoholismo- tal como le había confesado un médico sobre lo que había visto en una feria mientras conversaban en las Brigadas Lincoln que apoyaron al bando republicano en la Guerra Civil Española.

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Y por otro, la reincidencia en la bebida que hizo que Gresham se uniera a mediados de los cincuenta a Alcohólicos Anónimos. Nightmare Alley llegó al cine en 1947 con el protagónico de Tyrone Power, Joan Blondell, Helen Walker y Coleen Gray en los papeles que la nueva versión otorgó a Bradley Cooper, Toni Colette, Cate Blanchett y Rooney Mara. La versión original de Edmund Goulding (director de clásicos como Grand Hotel y El filo de la navaja), permaneció durante décadas como ejemplo del film noir perfecto y fue un proyecto que durante años acarició el mexicano Del Toro, que además le brinda sus reconocidos toques de misterio cuando la perversión linda con lo fantástico expandiendo la versión original (que dura la mitad) en la exploración de una galería de situaciones y personajes apenas insinuados en aquella o tratados a toda velocidad. Así consigue una perfecta pieza de relojería que descansa en todo el esplendor visual del que puede valerse el cine. A diferencia de la original, la redención no es posible en esta versión de El callejón de las almas perdidas, abrazando la culpa cuando la existencia es tocada por la codicia que deslumbra con su brillante ilusión evanescente.

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Belfast

Por Guillermo Courau

El presente es teñido de blanco y negro por el pasado, el color de los recuerdos. Buddy (Jude Hill) juega en la calle a matar dragones imaginarios con una espada de cartón y la tapa de un tacho de basura a modo de escudo. De pronto queda en medio de una turba protestante en busca de católicos que ataca violentamente a quien se cruce. Desesperado, el nene de nueve años llama a los gritos a su madre (Caitríona Balfe), que llega para sacarlo del medio utilizando su escudo de fantasía como defensa de las piedras que vuelan hacia ellos. Van cinco minutos de película y Kenneth Branagh ya sentó las bases de lo que vendrá, de su obra más personal y de la mejor película que ha hecho hasta el momento.

De entrada nomás se supo que Belfast se apoyaría en los recuerdos del director, en cómo dejó su ciudad natal con su familia a fines de la década del 60, para escapar de los focos de violencia e intolerancia que vivían a diario. La ciudad comenzaba a vivir la tensión política que castigó a Irlanda del Norte y pasó a la historia reciente como The Troubles.

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Sin embargo, y aunque se ha hecho mucho hincapié en ello para bien y para mal, no fue la intención de Branagh ofrecer un manifiesto político, ni siquiera buscar una recreación histórica.

Belfast es una pintura melancólica repleta de claroscuros de una etapa de su vida. ¿Megalomanía? Para nada. ¿Catarsis? Tal vez. ¿Pasión? No hay ninguna duda. Claro que esta elección dividió las aguas -en la vida y en los Oscar- entre quienes cayeron seducidos por la maestría y aquellos que esperaban una dureza temática que nunca llega. Pero lo que algunos han entendido como una debilidad de la película es, precisamente, lo que la coloca por encima de un puñado de propuestas, tan comprometidas como cinematográficamente intrascendentes.

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Y es que Belfast trasciende a su director y guionista, aunque a la vez se nutre de su nostalgia, sentimiento y homenaje. En los ojos del pequeño Buddy se reflejan las emociones propias de su edad, la fascinación por el cine, el descubrimiento del primer amor, la relación con sus abuelos, como así también una realidad mucho más dura que asimila como puede, pero sin perder nunca ese atisbo de inocencia que, sin tomar conciencia de ella, le permitirá no derrumbarse y seguir adelante.

Pareciera ser que pasados los 60 años (nació el 10 de diciembre de 1960), el director decidió que era momento de que su cine mirara hacia atrás, y lo hizo de la manera más honesta posible, con el ingenio de poder alternar el drama con la ternura y vestir a la tragedia con una pátina de humor.

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Sea cual fuere el motor que lo llevó a crear esta obra maestra, lo cierto es que Branagh ha volcado en cada plano sus mejores recursos narrativos, apoyado por un vibrante trabajo de fotografía y puesta en escena, convirtiendo al film en algo más que la recreación de un episodio de su niñez. Porque Belfast es, por sobre todas las cosas, una emocionante declaración de amor al cine. Por las incontables referencias cinéfilas, por la forma en que está filmada y porque no podía ser de otra manera si se trataba de bucear en aquellos recuerdos que lo convirtieron en quien hoy es. Y esta suma de razones -personales y profesionales- resultan el amalgama perfecto para llevarse el premio a la Mejor Película del Año.

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Drive My Car

Por Marcelo Stiletano

La inclusión de la japonesa Drive My Car entre las diez nominadas como mejor película es la primera consecuencia directa del histórico triunfo de la surcoreana Parasite en febrero de 2020. Sin aquella consagración difícilmente podría entenderse que otra película producida en un país del lejano Oriente haya logrado acceder a un lugar tan encumbrado en vísperas de la misma ceremonia, apenas dos años después.

Premiar a la película de Ryûsuke Hamaguchi no sería otra cosa que convalidar de manera definitiva el carácter internacional que hoy tiene el Oscar gracias a la presencia cada vez más amplia e influyente de los miembros de la Academia de Hollywood que viven y trabajan fuera de Estados Unidos.

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Inspirada en un cuento de Haruki Murakami, Drive My Car refleja ese espíritu cosmopolita e integrador, que le permitió entre otros reconocimientos ganar el premio al mejor guion en el último Festival de Cannes. Una coronación en el Oscar sumaría a la historia del premio algo que hasta ahora solo se aprecia entre las candidatas a mejor película internacional, título que ya tiene casi asegurado: relatos de la más alta expresión cinematográfica, rigurosos y muy atractivos, en los que historias de genuino color local adquieren resonancias universales.

Drive My Car es una travesía de tres horas que jamás se sienten pesadas o incómodas. La historia tiene como protagonista a un actor y director de teatro que en buena parte de la trama se ocupará de preparar y ensayar su propia versión de Tío Vania, el clásico de Chéjov. Pero la teatralidad es un marco desde el cual se ejerce y se impone una sólida puesta en escena cinematográfica. Hasta los espacios teatrales específicos resultan abiertos y amplios (algún ensayo transcurre al aire libre en un parque). Los personajes se mueven allí con la misma comodidad que tienen los desplazamientos en automóvil, una de las características fundamentales de la película.

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En esos viajes, desde la palabra y el pensamiento, los protagonistas de la historia experimentan fuertes contrastes. Podemos percibir cómo cada uno de ellos (sobre todo Yusuke, el director y actor teatral cuyas acciones guían el relato) experimenta al mismo tiempo sensaciones de satisfacción y de penuria. El duelo y la pérdida pueden abrirle en una misma escena la puerta a la mirada esperanzadora y la superación del dolor.

Drive My Car es un relato que muestra, a través de una rara mezcla de calma y profundidad, algunos de los misterios más difíciles de desentrañar que tiene la condición humana.. Nos habla acerca de todo lo que no sabemos sobre nuestros semejantes (sobre todo de aquellos que sentimos como más cercanos) y nos sugiere al mismo tiempo que no hay una sola manera, sino varias, de comunicarnos con ellos. Es cuestión de encontrar con paciencia el mejor idioma para hacerlo.

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Entre los muchos méritos de Hamaguchi, tal vez el mayor aparezca justamente en la integración de varios lenguajes (los que hablan los personajes, el literario, el teatral) y cómo cada uno de ellos, sin perder la identidad, logra ponerse al servicio de una poderosa, sensible y conmovedora narración cinematográfica. La película también se distingue por algunos detalles fuera de lo común: los créditos iniciales aparecen cuando ya pasaron 40 minutos.

La diversidad de la que tanto se habla y poco se practica quedaría plenamente confirmada con un triunfo de Drive My Car en la fiesta del Oscar. Lo que ocurrió con Parasite dos años atrás dejaría de verse como un hecho aislado para convertirse en la señal más fuerte de un camino que empieza a ser diferente a todo lo visto hasta ahora.

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Duna

Por Martín Fernández Cruz

Los Oscar están a siete años de cumplir un siglo, y los largometrajes de ciencia ficción o de fantasía que ganaron el premio central de la Academia, se pueden contar con una mano (o con un dedo). Dicho honor le corresponde a El señor de los anillos: el retorno del rey, de Peter Jackson, premiada en 2003. Y alcanza con ver la lista de mejores películas de todos los años para encontrar biopics y dramas de trascendencia efímera, que fueron distinguidos como lo mejor de la temporada (¡Ay, cómo duele todavía Crash: vidas cruzadas!). En la vereda opuesta, innumerables piezas de terror, ciencia ficción o fantasía, sin recibir ninguna estatuilla, quedaban tatuadas en el imaginario del público, y el tiempo les daba un peso definitorio. Por ese motivo, llegó el momento de enmendar ese error, y reconocer uno de los largometrajes clave de 2022.

Enfrentarse a los arenosos paisajes de Duna (el planeta también conocido como Arrakis y la novela “infilmable” de Frank Herbert) fue un verdadero desafío para Denis Villeneuve. Una saga literaria compleja, reposada en su acción, pero compleja en su tratamiento de personajes, se convirtió en una ballena blanca que nadie supo cazar. David Lynch hizo una despareja adaptación en los ochenta, Alejandro Jodorowsky quiso llevar adelante una colosal producción que pronto se le fue de las manos, y otros tantos realizadores intentaron concretar la misma empresa, tirando la toalla más temprano que tarde. Sin embargo, Villeneuve aceptó el reto y construyó una épica de ciencia ficción muy personal, con un estilo a contracorriente de cualquier otro film a gran escala de la actualidad.

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Con la cartelera virtualmente monopolizada por enormes propuestas de acción, vistosos superhéroes e historias que descansan en la sobredosis de CGI, Duna es una rareza fascinante. Villeneuve triunfa al mostrar un respeto reverencial por el libro de Herbert, ese camino del héroe tradicional, centrado en los avatares de Paul Atreides (Timothée Chalamet). Y el director no apuesta por una grandiosidad obscena, ni cae en la tentación de regodearse ante el exceso de efectos digitales.

Todo lo contrario. El realizador se limita a confiar en el poder de un relato atravesado por el temor de un joven que debe probar una grandeza manifiesta, pero que no puede evitar sentirse una hormiga en un mundo de gusanos desérticos gigantescos. (un poco como quizá se sienta el propio Villeneuve, rodeado en la cartelera por tantas franquicias millonarias). Con esa mirada, el director construye una historia que fascina por su poder de contemplación, enmarcada por el silencio de la muerte como una posibilidad inmediata.

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Duna refleja un punto de madurez para el cine de ciencia ficción mainstream, en un momento en que los tanques de Hollywood parecieran apuntar a un público no mayor de doce años. Y este film es un regreso a las fuentes, una idea sobre cómo las aventuras no necesitan saltar de clímax en clímax para estar bien construidas y que la ciencia ficción, como es sabido, es cuna de grandes dramas. En este contexto, en el que los Oscar buscan recuperar al público masivo, la victoria de Duna puede ser el primer ladrillo de un puente que le permita reencontrarse con esos espectadores perdidos. Pero más importante aún, darle a Duna la estatuilla a mejor película sería reivindicar a la ciencia ficción como un rubro de peso, premiando un film que alienta el comprender los géneros como expresiones artísticas valiosas, que pueden perseguir objetivos mucho más amplios que el ser publicidades de dos horas para vender toneladas de muñequitos. Duna merece el Oscar y otorgárselo es reconocer a Villenueve como un nombre clave del Hollywood actual.

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Rey Richard: una familia ganadora

Por Hernán Ferreirós

Venus y Serena Williams no solo son dos de las mejores tenistas de la historia sino que, además, fueron las primeras personas de color (y las primeras hermanas) en alcanzar la cima del ranking de la Asociación Profesional de Tenis. Esta película, sin embargo, no es la biografía de ninguna de ellas sino de su padre, Richard Williams, una elección que las convierte en personajes secundarios de su propia historia, a contramano del sentir actual acerca de la necesidad de afirmar el protagonismo de las mujeres. Más allá de ese paso en falso políticamente incorrecto, tal enroque no es atípico: en vez de contar la historia del ídolo (las ídolas, en este caso), se cuenta la de quien lo forjó.

El padre de las hermanas, el “rey” Richard del título, es una figura controvertida -autoritario, soberbio y porfiado- aunque con una historia ciertamente increíble. Tras ver por televisión los cuantiosos premios en efectivo que conseguían los jugadores de tenis, decidió que alguno de sus hijos sería campeón de ese deporte. Escribió un plan de 80 páginas y, aunque ya tenía seis descendientes con su primera mujer, concibió dos más con su segunda esposa para ponerlo en práctica. Las hermanas Venus y Serena comenzaron a entrenar a los cuatro años junto a su padre en las canchas públicas de Compton, uno de los barrios más pobres y peligrosos de Los Ángeles. Contra todo pronóstico, ambas alcanzaron todas las conquistas que Richard había previsto en el business plan pergeñado antes de sus nacimientos.

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La película está diseñada para el lucimiento de su estrella, Will Smith, quien también es productor (las hermanas Williams reciben el crédito testimonial de “productoras ejecutivas”). Cada una de las aristas polémicas de su personaje fue limada para que no sea otra cosa que irrestrictamente querible: un padre obstinado pero dispuesto a cualquier sacrificio por el triunfo de sus hijas. A tal punto es el centro de la acción que roba toda agencia o mérito a quienes llegaron a convertirse en dos de las mejores deportistas de la historia: sus logros parecen solo producto de la maquinación magistral del padre.

Dado el reciente triunfo en los SAG, parece claro que llegó el momento de que Smith obtenga su Oscar al mejor actor. La película, por su parte, no está entre las favoritas para llevarse el premio mayor y el director Reinaldo Marcus Green ni siquiera fue nominado en su rubro. Rey Richard sigue el eterno modelo del triunfo del desvalido que da vuelta su destino de perdedor gracias a la fuerza de su voluntad: Richard como una suerte de Rocky negro, aunque las que deben sudar son sus hijas. Este drama emotivo y ligero a la vez sobre la superación de una familia afroamericana que se abre camino en el mundo de privilegio (del deporte) blanco toca los botones correctos para complacer a su audiencia y a los votantes de la Academia, sensibilizados ante las denuncias de racismo que dominan la opinión pública de Estados Unidos desde hace tiempo. Disfrutar de esta película es una forma de sentir que uno está excusado de tales señalamientos.

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Para no perder relevancia, la Academia impulsa agresivamente la inclusión. Un premio a la historia de dos íconos del sueño americano negro como Venus y Serena Williams, en una película en la que el equipo creativo es mayormente afroamericano, es el mensaje que la institución desea enviar no tanto a la población general como a sus críticos. La idea, insólita en otra era pero común en esta -la calidad estética va de la mano de la representación de minorías- es aquello que puede llevar a esta biopic saneada, amable (y no demasiado woke respecto de las mujeres) a conquistar el Oscar a mejor película.

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Licorice Pizza

Por Milagros Amondaray

Cuando Alana Kane (Alana Haim) pone un espejo ante el rostro de Gary Valentine (Cooper Hoffman) al comienzo de Licorice Pizza, su director, Paul Thomas Anderson, nos sumerge sin preámbulos en la dinámica de esa relación en la que tanto ella como él, para construir sus respectivas identidades, debían contemplar al otro, a lo que ese espejo arrojaba. Luego de ese gesto de la joven, ambos proceden a caminar y a hablar ininterrumpidamente, como si el mundo pudiera reducirse a ese momento específico, en esa secundaria del californiano Valle de San Fernando de los 70 donde Gary se saca la foto para el anuario y se escucha a Nina Simone cantar sobre el amor que florece "para que todo el universo lo vea".

Sin embargo, en Licorice Pizza, nominada a tres premios Oscar (mejor película, dirección y guion original), no solo se saca a relucir la verborragia de Alana y Gary sino, especialmente, todo aquello que se elige comunicar por las vías más lúdicas e ingeniosas. Una llamada telefónica donde ambos permanecen en silencio mientras sus hermanos los miran atónitos simboliza un instante en el tiempo en el que la hiperconectividad todavía no atentaba contra los gestos más prístinos de pulsión de vida.

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Esos gestos que, como manejar una camioneta marcha atrás por una colina sin importar las consecuencias, configuran unas viñetas cómicas y, también, ejemplos de actos de amor. Es por eso que el film de Anderson, la versión coming of age de Boogie Nights: noches de placer con la que el cineasta volvió a cargar las tintas sobre el concepto de "nostalgia legislada" (Anderson nació en en 1970, tres años antes de los hechos que retrata), encuentra su esencia en la acción de correr. En Licorice Pizza se corre por la falta de combustible (el universo se detiene para que los jóvenes puedan gastar sus zapatillas y las ruedas de sus bicicletas, una bellísima declaración de principios); y también se corre cuando se sabe cuál es el mejor lugar para reencontrarse: en la puerta de un cine.

Después está lo anecdótico, desde las figuras que ingresan a este mundo de manera circunstancial como Jon Peters (Bradley Cooper), un William Holden rebautizado Jack (Sean Penn), hasta el homenaje velado al productor y actor Gary Goetzman y a toda la magia que cabe en un vinilo, esos que brillan como un regaliz y que tienen forma de pizza, esa mezcla de aromas que vienen a representar la infancia del autor de esta obra cuya urgencia por vivir es hasta casi palpable. Todo eso (y tanto más) le dan forma a esta suerte de hermana menor de la extraordinaria Embriagado de amor. En aquella película, Paul Thomas Anderson mostraba lo que era estar enamorado con la imagen de una cabina telefónica que encendía sus luces cuando del otro lado se escuchaba la voz del objeto de afecto de ese hombre de traje azul que, como en este caso, también se abstraía del entorno para correr hasta donde fuera necesario (llegar a Hawai). En Licorice Pizza, el estar enamorado se ilustra con ese abrazo espontáneo que Alana le da a Gary al mismo tiempo que se prende otra luz, la que ilumina la caótica inauguración de esa tienda de colchones de agua.

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Cuando sos joven, el mundo puede ser incrédulo ante la seguridad de los sentimientos. Anderson, en cambio, retrata a sus protagonistas con la empatía de quien vivió en un idéntico clima de incandescencia. Porque si bien esa pareja que porta nombres equiparables al de estrellas de cine todavía no terminó de encontrar su camino, sí que sabe diferenciar la pureza del cinismo. Por tal razón es que chocan al volver a verse. En ese episodio de torpeza hallamos ese sentirse a mitad de camino y ese nerviosismo por la incertidumbre, pero también algo mucho más valioso: el antídoto insolente para un universo que se avergüenza de las más auténticas expresiones y que insiste en ponerles un freno a las manifestaciones de libertad.

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No mires arriba

Por Paula Vázquez Prieto

Si hubo una película en 2021 que sintonizó a la perfección con la coyuntura esa fue No mires arriba. Para la crítica siempre fue un mérito correrse de las modas y el oportunismo, y por ello cineastas como Robert Bresson o Marco Ferreri ganaron su reconocimiento por la grandeza de sus obras pero también por esa identidad construida a contrapelo de los discursos autorizados por las circunstancias. Una película que dialoga en directo con el presente siempre corre con la ventaja de la contemporaneidad pero con la desventaja del lugar que asumirá en la historia.

¿Será válida su mirada de acá a 20 años? ¿O quedará fechada en el día de su estreno, adherida a esa representación del momento signada por la urgencia de la declaración inmediata? No mires arriba es hija de la pandemia, del rol de los medios de comunicación en su cobertura y del gesto catártico al que invita la paranoia creciente por la convulsión mundial: desconcierto, negación, ¿cinismo? Adam McKay ya había ensayado una mirada crítica del presente desde la sátira política con El vicepresidente: más allá del poder (2018), su película modelo de esta etapa madura de su oficio, alejada de sus inicios en Saturday Night Live, la comedia más pura y los auténticos comediantes. En La gran apuesta (2018) exponía los hilos de la crisis financiera del 2007 y la burbuja inmobiliaria; en El vicepresidente: más allá del poder gravitaba el fantasma de Donald Trump tras la silueta de Don Cheney y el sarcasmo se conjugaba con un llamado de alerta. Maquillajes y pelucas, actores de prestigio como Christian Bale, la ambición de una narrativa expansiva e incisiva coronaban el gesto de salirse del molde de la comedia clásica y pisar en otro terreno.

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Con No mires arriba McKay no solo desembarcó en un gigante como Netflix, con la difusión que ello le supuso, sino que consiguió un abultado presupuesto y la dirección de un elenco multiestelar: Leonardo DiCaprio, Jennifer Lawrence, Cate Blanchett, Meryl Streep. El Oscar no solo era un destino posible sino una carrera obligada en la que poner la bandera del cambio climático bajo las vestiduras de un meteorito que amenaza destruir la Tierra mientras los líderes y comunicadores bailan al son de los acordes del Titanic. El mensaje es claro, tan explícito como lo permite la hipérbole de la sátira, y alimentado por la necesidad de un llamado de atención, el apremio de una mueca de terror que se esconde tras la risa nerviosa de cada uno de sus personajes.

El gesto de preocupación que invadió a las ficciones de McKay desde 2015 hasta el presente transformó el ritmo desenfrenado de su comedia de los años con Will Ferrell hacia un tono híbrido, meditado entre el impacto emocional y una responsabilidad subyacente que retenía más de una risa. La ausencia de una crispada anarquía le valió sus varias nominaciones entonces – cinco para La gran apuesta y ocho para El vicepresidente-, en tanto la industria encontraba un estilo de humor efectivo y condimentado con los tópicos de un discurso bienpensante. Pero en No mires arriba McKay decide ir un paso más allá en tanto expone las dimensiones de una crisis –la inminente colisión de un meteorito que grafica un alerta ambiental de proporciones-, al mismo tiempo que la miopía y la mendacidad con la que líderes políticos y gurúes económicos asumen el cataclismo sin un mero atisbo de empatía o responsabilidad.

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TRAILER 

La película ha sufrido críticas adversas, burlas sobre su andamiaje de metáfora gruesa, ceños fruncidos sobre su humor errático, pero pese a las adversidades asoma hoy como una mirada necesaria sobre un problema que la comedia parece exponer en sus costuras más evidentes. Si bien no se encuentra entre las favoritas para quedarse con la estatuilla de mejor película, No mires arriba. resume su poder en el brutal llamamiento a la acción, envuelto en un gesto primario como un cachetazo a tiempo sobre el dormido espectador. A futuro McKay se reserva el lugar del objetor díscolo, sellando sátira a sátira un retrato oscuro y desencajado de este mundo que día a día nos deja sin respuestas. Fuentes: lamovidaplatense.com