No quiso que lo salvaran. Tenía setenta y seis años y juzgó que su vida estaba cumplida. El 16 de abril de 1955 había sufrido la rotura de un aneurisma de aorta abdominal, del que había sido operado en 1948. Ahora, en el hospital de Princeton, Estados Unidos, Albert Einstein resumió su filosofía de vida y su posición frente a la muerte: “Quiero irme cuando quiero. Es de mal gusto prolongar artificialmente la vida. Hice mi parte. Es hora de irse. Y lo haré con elegancia”.
Murió dos días después, el 18, hace sesenta y siete años. Subordinar la muerte a un acto de elegancia y de buen gusto es tan revolucionario como la teoría de la relatividad con la que Einstein dio vuelta el mundo de la física, abrió la puerta a nuevas teorías sobre el nacimiento del cosmos, su evolución y destino, y con la que sacudió toda la teoría conocida sobre los elementos: la luz, la masa, la energía, el tiempo, el espacio.
De alguna forma fue el padre de la bomba atómica y de las armas nucleares. Fue un científico decisivo para que, en plena Segunda Guerra, ese poder devastador llegara primero a los aliados y no a los nazis. Lamentó haber tomado parte del proyecto atómico, pero no se arrepintió. Lamentar haber hecho algo, sin arrepentirse, también es tan revolucionario como la teoría de la relatividad. Einstein lo puso en claro en Nueva York, en 1945, cuando Hiroshima y Nagasaki todavía humeaban: “Los físicos que participaron de la construcción del arma más tremenda y peligrosa de todos los tiempos se ven abrumados por un similar sentimiento de responsabilidad, por no hablar de culpa. Nosotros ayudamos a construir la nueva arma para impedir que los enemigos de la Humanidad lo hicieran antes, puesto que dada la mentalidad de los nazis, habrían consumado la destrucción y la esclavitud del resto del mundo”.
De alguna forma, a Einstein le llegan las palabras del poema con el que José Agustín Goytisolo honró a Miguel Hernández:
Es una historia conocida, amigos, / todos la recordamos / viento del pueblo se perdió en el pueblo / pero no ha terminado / Hace tiempo hubo un hombre entre nosotros / alegre, iluminado / que amó y vivió, cantaba hasta en la muerte / libre como los pájaros (…)
La historia conocida de Einstein, por repetida, oculta su otra historia de pacifista, antinazi, antifascista, sionista, con una particular visión del mundo, que marchaba en contra del autoritarismo de una época que vivió y padeció. Tal vez sea valioso recordarlo por ese aspecto poco conocido de su vida, o poco divulgado, más que por lo que siempre surge al hablar de su vida y de su genio.
Nació el 14 de marzo de 1879 en Ulm, Alemania; no habló ni caminó hasta los tres años, lo que llevó a sus padres a pensar en un retraso mental, cuando el crío en verdad pensaba en cuál mundo había caído. Fue un alumno brillante, ejecutaba de manera aceptable el violín hasta que, ya en la vejez, confesó, “no puedo ya soportar el ruido de mis notas”. A los diecisiete años conoció a Mileva Maric, una chica serbia, feminista y de izquierda. Se casaron y tuvieron una hija, Lieserl, Las dos familias detestaban al novio, a la novia y entre sí. Tuvieron otros dos hijos, Hans Albert y Eduard. De la pequeña Lieserl, que había nacido en Serbia mientras su padre estaba en Alemania, nunca más se supo. Es probable que su madre la haya dejado en Serbia a cargo de familiares suyos. No existen documentos que certifiquen su muerte. Einstein jamás la conoció. Ya por entonces el físico no era bien visto en Alemania: había renunciado a la nacionalidad alemana para no cumplir con el servicio militar. Fue un apátrida. Y Alemania se lo hizo notar, sobre todo en los años 20 al 30 del siglo pasado, cuando el nazismo floreció para reemplazar al viejo imperio e incendiar el mundo.
La pareja se divorció en 1919. Mileva había sido fundamental para el desarrollo del genio de Einstein: “Sin ella –dijo una vez- no habría llegado a completar jamás la Teoría de la Relatividad”. Pero cuando recibió el Nobel de Física, en 1921, no hubo mención alguna a su mujer. En cambio, le transfirió todo el importe del premio, con el que la mujer compró tres propiedades. Su hijo Eduard era esquizofrénico y Einstein jamás pudo asimilar esa emboscada del destino. Dejó de frecuentar de manera ocasional a su hijo cuando se radicó en Estados Unidos. Jamás volvió a verlo. Eduard, que llegó a confesar que odiaba a su padre, murió a los cincuenta y cinco años en una clínica mental de Zurich.
Einstein se casó con el que fue el amor de su vida: su prima Elsa Löwenthal, de quien era amante cuando estaba casado con Mileva. Elsa adoptó de inmediato el apellido Einstein. No tuvieron hijos. Einstein tampoco fue fiel con Elsa: tuvo infinidad de amantes; según el físico Paul Plesh: “Einstein amaba a las mujeres. Y cuanto más plebeyas, sudadas y olorosas, más le gustaban”. Según el diario “El Español”. Einstein se habría sentido atraído también por su hijastra Ilse, hija de Elsa con su primer marido.
No ganó el Nobel por su teoría de la relatividad. El jurado que debía fundamentar el premio no la entendió y la Academia Sueca temió que, con el tiempo, quedara desacreditada. Sucedió al revés. Las teorías de Einstein sobre la producción, transformación y velocidad de la luz, sobre los misterios del cosmos, sobre cómo es que mueren las estrellas y que sucede con los agujeros negros, fueron ratificadas por los años y por los adelantos tecnológicos que permitieron explorar mejor y en profundidad el cosos. Las últimas teorías, acaso predicciones, hechas por el genio de Einstein quedaron confirmadas en 2018, luego de la fotografía de un agujero negro tomada por un telescopio espacial. Se presume que vendrán muchas más, según pasen los siglos.
Ganó el Nobel por sus revelaciones sobre el efecto fotoeléctrico, la emisión de electrones que se produce cuando la luz incide, en determinadas condiciones, sobre una superficie metálica. Cada vez que, hoy, atravesamos sin notarlo un haz de luz y una puerta se abre ante nosotros, celebramos el Nobel que le dieron a Einstein.
Esa es la historia conocida, amigos. Todos la recordamos.
Son las cartas, los documentos y la impronta que dejó Einstein entre quienes lo conocieron, los que muestran su lado humano, los que nos dejan verlo con otra luz, diferente a la que ilumina al genio científico. Y hoy, cuando la guerra vuelve a castigar a Europa, y los regímenes totalitarios, con otras caras pero siempre con el mismo espíritu, intentan imponerse mediante el asesinato masivo de miles, tal vez millones de personas, acaso sea valioso recordar a aquel viejo con alma de chico, que sacaba la lengua a las cámaras, que usaba un humor corrosivo, ácido, irónico y que, a menudo se sentía abrumado por la tristeza, la nostalgia y la soledad.
Es 1918. A sus 39 años, la Primera Guerra Mundial lo ha marcado para siempre. Todavía no se ha verificado su teoría sobre la curvatura de la luz pero reflexiona sobre qué es lo que lleva al individuo a dedicarse a la ciencia: “Creo, con Schopenhauer, que uno de los motivos más fuertes que llevan al hombre al arte y a la ciencia, es la huida de la vida cotidiana, con su dolorosa brutalidad y su desesperada monotonía{ (…) Una persona de buen carácter desea huir de la vida subjetiva al mundo de la percepción y del pensamiento objetivo; este deseo se puede comparar con la nostalgia que impulsa al hombre urbano a cambiar su entorno bullicioso y estrecho por las altas montañas, donde la vida divaga libremente por el aire puro y tranquilo (…) La tarea suprema del físico es llegar a unas leyes universales u elementales a partir de las cuales se pueda construir el cosmos por pura deducción (…) El estado mental que permite a un hombre realizar un trabajo de esta naturaleza es semejante al del creyente o al del amante; el esfuerzo cotidiano no procede de un programa o de una intención deliberada, brota directamente del corazón”.
Tenía una particular idea de Dios. Nunca profesó credo religioso alguno, pero creía en “un Dios geométrico, un símbolo de la armonía del Universo, no un Dios personal que interviene en las vidas y los asuntos de la gente”. En 1920, envió una carta a la Asociación Central de Ciudadanos Alemanes de la Fe Judía en la que declaró: “Ni soy ciudadano alemán, ni hay nada en mí que pueda definirse como “fe Judía”. Pero soy judío y estoy orgulloso de pertenecer a la comunidad judía, aunque no los considero en absoluto los elegidos de Dios”. Jamás perdonó a Alemania sus atrocidades y el haber prohijado el Holocausto. Y lo dijo durante el nazismo y desde los Estados Unidos, como refugiado primero y como ciudadano de ese país luego.
En diciembre de 1932 alcanzó a escapar de la Alemania que iba a coronar a Adolf Hitler como canciller del Reich un mes después, en enero de 1933. En su carta de renuncia a la Academia de Prusia, que había lanzado falsas acusaciones contra él, Einstein escribió: “En todos estos años he defendido siempre el prestigio de Alemania y nunca me he dejado llevar por la indignación ante los sistemáticos ataques a que me ha sometido la prensa, sobre todo en estos últimos años en que nadie ha salido en mi defensa. Sin embargo ahora, la guerra de aniquilación contra mis hermanos judíos me obliga a recurrir a toda la influencia que pueda tener ante la opinión pública mundial”.
Y ya terminada la Segunda Guerra mundial, con Alemania derrotada y el Reich en ruinas, cuando la Academia de Baviera lo invitó a volver a sus filas, declaró: “Los alemanes han exterminado a mis hermanos judíos. No quiero saber nada de los alemanes”. Tres años después, en 1949, cuando también le pidieron que reanudara sus relaciones oficiales con el viejo Instituto Kaiser Wilhelm, que ahora se llamaba Instituto Planck en honor del físico alemán, se negó con palabras cargadas de furia: “El crimen de Alemania es el más abominable de cuantos recuerde la historia de las naciones civilizadas. La conducta de los intelectuales alemanes, en conjunto, no ha sido mejor que la del populacho. Incluso ahora, no se ve ninguna señal de que lamenten o deseen reparar, en la medida de lo posible, sus enormes crímenes. En estas circunstancias, siento una aversión incontenible a participar de algo relacionado con la vida pública alemana”.
Y aun pasados los años, ya en 1951, se negó a integrar una organización pacifista prusiana: “Tras el genocidio del pueblo judío protagonizado por los alemanes, es evidente que todo judío que se respete tiene que rechazar cualquier vinculación con una institución alemana”. Mantuvo esa conducta hasta el final de su vida.
Éste era Einstein, detrás de su genio. Libre como los pájaros, diría Goytisolo.
Tampoco era sólo una cerrada solidaridad con el pueblo judío, que sí lo era. En 1953, ya algo enfermo, cuando el senador Joseph McCarthy desató una campaña de terror que denunció una supuesta infiltración comunista en la sociedad americana, Einstein protestó contra la famosa “caza de brujas” del macartismo que afectaba a su país de adopción (había jurado como ciudadano estadounidense el 1 de octubre de 1940).
“El problema con el que se encuentran los intelectuales de este país es muy grave. Los políticos reaccionarios han conseguido que el público mire con suspicacia todos los esfuerzos intelectuales. Para ello les ponen continuamente ante los ojos el fantasma de un peligro exterior. Hasta ahora han conseguido lo que se proponían y ahora van a pasar a suprimir la libertad de enseñanza y a quitar de sus puestos a todos los que no estén dispuestos a someterse, con lo cual los condenarían a morir de hambre. ¿Qué debe hacer la minoría de los intelectuales para enfrentarse a este mal? Francamente, el único camino que veo es la actitud revolucionaria de no cooperación, tal como la entendió Gandhi”. Esa carta, que es más rica y extensa, que denunciaba al macartismo como una moderna inquisición, era una respuesta a un profesor investigado por el comité del Senado que presidía McCathy. Pero se convirtió en un manifiesto porque Einstein agregó una post data intencionada y reveladora de sus deseos. Decía: “Esta carta no debe considerarse como confidencial”.
Anticipó el horror del nazismo y su decisión de sostener la cultura y el futuro alemanes con el militarismo, con suficiente tiempo para ayudar a escapar de la amenaza nazi a decenas de judíos perseguidos. También lo hizo durante sus primeros años de refugiado en Estados Unidos. Es famoso el caso del violinista Boris Schwarz y sus padres, envueltos todos en la pegajosa telaraña del nazismo.
Los Schwarz eran judíos rusos a quienes se les había concedido la nacionalidad alemana, que el nazismo les luego quitó por su condición de judíos. Les otorgó un pasaporte de apátridas que les daban la posibilidad de viajar al exterior, si conseguían un visado, para dar conciertos fuera de Alemania porque los Schwarz, padre e hijo tenían prohibido tocar en público, salvo para la comunidad judía. La trampa radicaba en parte en que, para conseguir un visado al exterior, los Schwarz debían tener una previa autorización para reingresar a Alemania. Estaban encerrados.
A través de un pastor de la Iglesia Americana en Berlín, entraron en contacto con los Einstein, un apellido prohibido en Alemania, y en especial con Elsa, la mujer del físico, que ya estaba muy enferma. El 25 de agosto de 1935 los Schwarz recibieron una carta firmada por Elsa Albert, firma que no necesitaba ser descifrada: les decía que habían iniciado algunas gestiones en su favor. A inicios de 1936 Boris Schwarz recibió un visado de entrada en Estados Unidos, extendido a su familia por la embajada de ese país en Berlín. La había conseguido Einstein. Como los beneficiados con la visa debían jurar que su vida en Estados Unidos no iba a convertirse en una carga pública, Einstein puso en garantía sus bienes personales a favor de los Schwarz.
Tampoco iba a ser fácil. Las normas de entrada a Estados Unidos eran muy rigurosas, sobre todo para quienes llegaban de la Alemania nazi que ya había inaugurado los primeros campos de concentración destinados a opositores políticos. En Berlín, los Schwarz debieron demostrar que conocían a Einstein y que Einstein los conocía. Por fortuna para los emigrantes, conservaban unas fotos del padre de Boris tocando el violín junto al físico. Cuando por fin los Schwarz llegaron a Estados Unidos se encontraron con que Einstein ya había hablado con Eugene Ormandy, el legendario director de la Orquesta Sinfónica de Filadelfia, un violinista de origen húngaro que también había emigrado a Estados Unidos en 1921. Ormandy le dio trabajo de inmediato a Schwarz, con una leve condición: que Einstein le enviara una foto suya autografiada. En Princeton, los Schwarz, Boris y su padre, volvieron a formar un efímero y anónimo trío de violinistas con el genio.
El 20 de diciembre de 1936 murió Elsa Einstein y Albert se sintió abrumado por el dolor y eligió el trabajo como antídoto, pero la tragedia personal reforzó su aislamiento, su tendencia a una especie de soledad abismal, parte del enigma de su personalidad, que intentó explicar alguna vez: “Mi sentido apasionado de la Justicia y de la responsabilidad social ha estado siempre en claro contraste con mi escasa necesidad de contacto directo con otros seres humanos y comunidades de hombres. Soy en verdad un ‘viajero solitario’ y nunca he entregado todo mi corazón a mi país, a mi casa, a mis amigos, ni siquiera a mi familia más inmediata. Ante todos estos vínculos he conservado una sensación de distancia y una necesidad de soledad, sentimientos que van en aumento con los años”.
Amaba a Mozart. Y lo bien que hizo. Y a Beethoven, aunque en cierto sentido un poquito menos en cuanto a la capacidad creadora de cada uno. Einstein decía que Beethoven creaba su música, pero que la música de Mozart era tan pura que parecía estar desde siempre en el universo, a la espera de que alguien la descubriera. Y una tarde, cuando le preguntaron sobre los horrores que produciría una guerra atómica, citó como uno de los más graves el que la humanidad ya no escucharía jamás a Mozart.
También dijo que no podía saber con cuáles armas se lucharía en la Tercera Guerra Mundial, pero que la Cuarta sería con palos y piedras. Imposible no recordar un par de sus frases geniales: “Lo correcto no siempre es popular. Y lo popular no siempre es lo correcto”. Alguien que tome nota. “El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la raza humana”. “La diferencia entre el genio y la estupidez es que el genio tiene límites”. “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”.
Así era, también, el hombre que puso a la ciencia al alcance de nuestros ojos y de nuestras manos hace ya casi un siglo, cuando la ciencia se abría paso a empujones y a ciegas en nuestra vida cotidiana. Explicó el universo, el espacio, la luz, el tiempo, la energía, la materia, la libertad, la ética, los agujeros negros, las estrellas y su luz que nos llega cuando ya están muertas, y nos dejó boquiabiertos a la espera que sean descubiertos nuevos enigmas planteados por su mente única.
Así era Einstein, más allá del genio. Su historia, como en el poema de Goytisolo, se perdió en el pueblo. Pero no ha terminado. Fuente: infobae.com