El 12 de julio: una epopeya de fe y coraje en la historia del Lobo
El 12 de julio es un día que trae consigo una marea de emociones y sensaciones imborrables para los hinchas del Gimnasia. Es recordado como un segundo cumpleaños, un momento de alegría inesperada y casi surrealista en mis tres vidas como seguidor del equipo. Aquella tarde fue como encontrar una lancha salvavidas en medio del naufragio del Titanic.
Desde temprano, el ambiente estaba cargado de pesimismo. El frío cortante del Bosque platense y un sol tímido que parecía no querer presenciar la derrota empañaban el ánimo. Todo indicaba que el destino inexorable era el descenso, después de una temporada plagada de obstáculos y decepciones. El partido de ida en Santa Fe había sido desolador, y las esperanzas estaban en su punto más bajo. Incluso en la hinchada más fervorosa, los creyentes en milagros eran superados por los escépticos.
Personalmente, asistí al estadio resignado a presenciar otro capítulo triste en la historia del club. Acepté la desilusión como un escudo ante el dolor inminente, convenciéndome de que era mejor esperar lo peor para no sufrir más. Incluso el viaje hacia la cancha, musicalizado con Los Redondos, parecía un presagio cruel de lo que vendría. Cada verso resonaba con ironía, recordándome la inevitabilidad del descenso.
En el estadio, la multitud reflejaba la misma resignación. Era una atmósfera de funeral anticipado, donde cada hincha parecía haber aceptado el destino antes de que se consumara. El partido transcurrió como un lamento continuo, sin jugadas que levantaran los ánimos ni goles que alimentaran la esperanza. Gimnasia luchaba sin éxito, enfrentándose a un destino que parecía sellado.
Hasta que, a veinte minutos del final, Diego Alonso marcó un gol casi accidental. Fue un destello de fe en medio de la oscuridad, aunque apenas se celebró, dado su carácter fortuito. Sin embargo, este gol cambió el curso del juego de manera drástica. A cinco minutos del final, la expulsión del Pampa Sosa se revelaría como el punto de inflexión crucial. Con él fuera de la cancha, las posibilidades de un milagro comenzaron a materializarse.
El primer gol de Niell a los 89 minutos desató una euforia indescriptible en el estadio. La esperanza renacía de golpe, elevando las emociones a niveles inimaginables. Y luego vino el gol de Cuevitas, el instante suspendido en el tiempo cuando el estadio estalló en júbilo. Fue una victoria contra todo pronóstico, una epopeya protagonizada por un equipo que nunca dejó de creer, a pesar de las adversidades.
Esa tarde, no hubo trofeos ni menciones históricas, pero para los presentes fue más que eso. Fue un premio a la fe inquebrantable y al coraje demostrado en cada jugada. Un momento que quedará grabado en la memoria de todos los que presenciaron la hazaña, como un recordatorio de que en el fútbol, como en la vida, nunca se debe perder la esperanza.