Decía Yves Saint Laurent, en una de sus frases más citadas, que se arrepentía de no haber sido él el que inventara los vaqueros. La posteridad le ha concedido ese honor al sastre Jacob Davis y a su socio, Levi Strauss, un inmigrante en Baviera instalado en San Francisco que vendía ropa de trabajo a mineros y rancheros y que en 1873 patentó los pantalones de denim con remaches, que evitaban que se rompieran al cargar con las herramientas. Sin embargo, ya se sabe que la historia la cuentan los ganadores, y la prenda más democrática de la historia, además de símbolo cultural estadounidense, ni fue tan estadounidense en sus inicios ni tampoco tan democrática. Más bien todo lo contrario.
Es más o menos conocida la historia de la procedencia del denim, el tejido resistente de algodón con el que se confeccionan los tejanos. El origen se puede rastrear hasta Nimes, la región francesa que aún hoy sigue siendo un potente productor de este tejido (de ahí el nombre ‘denim’, de Nimes) o hasta el puerto de Génova, donde se confeccionaban prendas diraderas para los marineros. El tejido se llamaba ‘azul de Génova’, blue de Genoa; (de ahí, también ,la nomenclatura de blue jeans); algunos incluso argumentan que el origen del tejido es español, pero lo que no está tan claro es de dónde proviene ese característico azul, que se obtiene de forma natural del índigo y que se popularizó por resistir a manchas y lavados.
Un documental, Riveted: the history of jeans, que se estrena este sábado dentro del Moritz Feed dog, el festival de documentales de moda de Barcelona, despeja esta y otras dudas. Y, como era de esperar, las conclusiones no son nada cómodas: la historia de la invención de los vaqueros y su ascenso a icono cultural tienen más sombras que luces.
La del índigo es una de ellas. La invención del tinte natural se le acredita a Eliza Lucas en el siglo XVII. Hija de un gobernador en la era colonial, Lucas, experta en botánica, logró extraer el pigmento de la planta, un tinte que resultaba duradero y, sobre todo, muy barato. De ahí que empezara a utilizarse para la ropa de los esclavos. Ellos no solo recogían el algodón, también desarrollaron técnicas para el cultivo y la extracción del pigmento del índigo, una planta, que, para sorpresa de nadie, venía, como ellos, del Caribe y de África Oriental. Algodón rudo y tinte, una combinación que hizo que los vaqueros primigenios se llamaran comúnmente “ropa de esclavo” o, directamente, “ropa de negro”, pese a que en los libros sus primeros usos se asocien a los cowboys: “en realidad no fue así”, cuenta el historiador y coleccionista de denim Evan Morrison en la cinta, “el Sur necesitaba un cultivo más para la rotación de tabaco, arroz y algodón: fue el índigo. Ganaron mucho dinero con él, y todos los esclavos teñían con él su ropa de trabajo”.
La imagen de la ‘cowgirl’ se popularizó entre las clases altas durante la Gran Depresión FOTO: GETTY
Pero esta no es la única sombra que se cierne sobre el relato heroico que acompaña a los vaqueros. Su auge como icono de los valores estadounidenses está, en buena medida, construido sobre las desigualdades estructurales, de clase y raza, que aún sigue arrastrando el país.
Cuenta el historiador Seth Rockman, autor del ensayo Negro Cloth: Mastering the Market for Slave Clothing in Antebellum America, que la prenda no comenzó a popularizarse de forma horizontal, como suele creerse, sino como disfraz/mofa, de las clases pobres. Durante la Gran Depresión, momento en el que el relato hegemónico tomó como protagonistas a los campesinos y pequeños ganaderos, esos que construían ‘la América desde abajo’, muchos granjeros comenzaron a abrir sus recintos a los ricos, como atracción turística y modo de ganar dinero. Fue entonces cuando muchos privilegiados, hombres y mujeres, comenzaron a disfrazarse con vaqueros para hacer sus visitas los fines de semana. Era un modo poco sutil de congraciarse con un sistema que les parecía tan exótico como para pagar entrada por visitarlo. De hecho, a mediados de los treinta, la revista Vogue popularizó la imagen de la cowgirl con el tampoco nada sutil título de Western Chic.
Mujeres soldadoras vestidas de denim en 1943 FOTO: GETTY
Y, hablando de mano de obra, es muy probable que Rosie The Riveter, ese personaje ficticio pintado por Norman Rockwell a partir de una canción popular de Redd Evans y John Jacob Loeb, ni siquiera fuera blanca. Otro documental, titulado Invisible warriors, relata la ingente (y olvidada) labor que llevaron a cabo las Rosies negras (así es como posteriormente se las denominó) durante la II Guerra Mundial. Se estima que más de dos millones de mujeres, de todas las razas, comenzaron a trabajar en fábricas para reemplazar a los hombres que se habían ido a la contienda. De ellas, más de la mitad acabaron siendo negras. “Era su oportunidad para dejar el sur del país y realizar labores más allá del servicio doméstico”, relatan en el documental. Para ellas no solo era una forma de servir al país, sino una alternativa económica necesaria. Pero Rosie era blanca, llevaba una camisa de denim azul y un pañuelo rojo, es decir, portaba la bandera de los Estados Unidos. El fin de la guerra y el regreso de los veteranos trajo consigo la vuelta de la mujer al hogar y un renovado interés por discriminar el rol social de los géneros, aunque esa es otra historia.
Cuando Marlon Brando protagonizó Salvaje en 1953, los jóvenes parecieron enloquecer con la estética de pantalón vaquero y chupa de cuero. El tejano ya era una prenda habitual en Europa, (lo habían traído, de hecho, los soldados americanos, que lo vestían de manera frecuente cuando no llevaban su uniforme de guerra) pero fue entonces, con Brando convirtiendo en mediática la leyenda de los moteros, cuando el ‘jean’ se convirtió en sinónimo de insurrección. Lo prohibieron en algunos colegios por incitar a las revueltas y, por eso, durante los años 60 se resucitó para convertirlo en el símbolo de la contracultura.
Martin Luther King (a la izquierda) y el reverendo Ralph Abernathy, durante la marcha a Selma. FOTO: GETTY
Los hippies llevaban vaqueros, en su mayoría customizados con parches estampados con mensajes políticos. Pero, aunque a ellos se debe buena parte del mérito en su popularización real, no todo el rédito es suyo. Como explican en Riveted, las enormes manifestaciones por los derechos civiles que se sucedieron durante la década tenían el vaquero como código de vestimenta implícito. Los afrodescendientes (incluido el propio Martin Luther King) lucían petos y pantalones vaqueros para mostrar respeto a sus antepasados esclavos que lo fabricaban y lo vestían como uniforme y a los miles de obreros que seguían portándolos en las fábricas del sur. No es de extrañar, por tanto, que la cultura hip hop de finales de los ochenta volviera a popularizarlos, esta vez muy anchos y caídos, en señal, otra vez, de protesta por las encarcelaciones racistas (en el uniforme carcelario están prohibidos los cinturones). La prenda más democrática y usada del mundo fue y continúa siendo un icono cultural, pero, como casi cualquier icono cultural, la leyenda de cómo se construyó es precisamente eso, una leyenda.