El jueves 3 a las seis y veinte de la tarde Cristina caminaba por la calle Malabia al 1600 cuando vio algo extraño en la basura. Se acercó a mirarlo de cerca: era un árbol desterrado, arrancado desde su raíz hasta su copa, tirado junto a uno de esos tachos grandes de la ciudad.
No sabía qué hacer, así que se acercó a una chica que estaba entrando a un taller de arte y le dijo: “Hay un árbol ahí tirado. ¿Sabés qué pasó?”. La chica -Ana Clara- respondió que no tenía idea, pero que se lo llevara si es que estaba tirado. Cristina caminó unos pasos más y se cruzó con otra persona que estaba cruzando la calle en dirección hacia ella. Llevaba remera rosa, levemente gastada, y una gorrita blanca y bordó. Esa persona era yo.
-Disculpá, ¿sabés algo de árboles? -me preguntó.
-No -le dije, y vi de inmediato su cara de decepción.
Esta misma historia la conté el fin de semana en un hilo Twitter. Lo hice ahí porque fue, para mi, una anécdota linda, una de esas cosas que dan ganas de compartir livianamente. La reacción fue, sin embargo, mucho mayor a la esperada. No sé qué hace que una historia sea universal. En general, a las personas nos conmueven cosas diferentes: tengo un amigo que cada domingo ve con fascinación las carreras de la Fórmula 1, otro es un fanático de las noticias de tecnología y las actualizaciones de Android o IOS. Otros se emocionan con historias de amor, otros con las de perros o gatos. No a todos nos pasa lo mismo con lo que tenemos delante. Tampoco esta historia fue universal, pero lo que empezó como una anécdota fue creciendo y creciendo, al punto de que ahora sé cosas que antes de la publicación no sabía, como la presencia de Ana Clara en esa cuadra, a quien yo no vi pero me lo contó luego por redes.
Siguió así: le dije que no sabía nada de árboles y Cristina -no sabía su nombre todavía- continuó caminando. Yo iba en la misma dirección así que la seguí. Ella se detuvo junto al volquete y comenzó a correr unos paneles de chapa y finalmente sacó de ahí abajo al pequeño árbol. Iba a seguir de largo porque era poco lo que podía aportar a la escena, pero entonces me acordé de que mi reunión -motivo por el cual yo estaba por ahí- era en un bar que se llama Fauna Café y Flora, cuyo dueño es un arquitecto amigo mío de la infancia que durante mucho tiempo se dedicó a los jardines verticales. Pensé que él sí debía saber algo de árboles y se lo dije a Cristina. Se entusiasmó y juntos fuimos hacia ahí.
Entonces llegó el momento de la foto. Antes de cruzar la calle ella me detuvo y me dijo que quería hacerme una foto con el árbol. Me dio cierto pudor porque sentía que la madre de ese árbol, si es que había alguna, era Cristina y no yo, pero igual accedí porque me divertía, así que levanté un poco el tronco y posé. La toma no fue, digamos, la más lograda de Palermo. Después yo le saqué una foto a ella (la que abre esta nota).
Fue un momento de juego entre los dos, un minuto en que caímos en la cuenta de que, aunque resultaba natural, lo que estábamos haciendo no era cotidiano. “Parece una performance”, me dijo en un momento Cristina. Y alguien en las redes sociales después bromeó con que las dos fotos juntas parecen el meme que compara las fotos que les hacemos a nuestros amigos cuando nos lo piden, con la que ellos nos hacen a nosotros. (La de acá abajo sería la que ellos nos hacen a nosotros).
Otro detalle que aparece después de la viralización: por esa misma calle, mientras hacíamos las imágenes, pasaba un auto con dos personas a bordo. Una de ellas se llama Gustavo. Vio la escena y comenzó una conversación con su mujer sobre qué estaba pasando. “Seguro lo encontró en la calle”, dijo él. “No, lo debe haber comprado en un vivero cercano”, dijo ella. Después, leyendo Twitter, supo la historia y me contó todo esto por privado. No nos conocemos.
Llegamos entonces al café. No veía a mi amigo hacía mucho tiempo. Álvaro y yo fuimos compañero del primario en el ya cerrado Colegio San Juan Bautista. La visita debía ser algo liviano y superficial, pero antes de decirle hola sentí la obligación de explicarle lo que estaba pasando, como si le estuviera llevando un problema. Le dije que estaba con una mujer que acababa de conocer que encontró un árbol y no sabíamos qué hacer y como él sabía de plantas y qué sé yo… Sonrió y me preguntó dónde estaba el árbol. Ahí, le dije, “en la vereda”. Dejó la caja de su cafetería y salió a mirarlo.
Entonces comenzó el debate sobre la especie. Según él, se trataba o de un roble americano o de un liquidámbar. Cristina estaba de acuerdo, pero no estaban seguros. Yo no entendía cuál era la necesidad de reconocer la especie, no sabía si en eso se jugaba el destino del árbol o simplemente era una afición botánica por saber. Intentando ser parte, le saqué una foto y se la mandé a Juan Carr, que es un fanático de los árboles y terminó el año pasado haciendo un evento con el objetivo de que se planten árboles nuevos en toda la Argentina. Su respuesta fue inmediata: “¿Un liquidámbar?... O un roble americano”. También hubo nuevas apuestas en las redes, gente que aportó más información y aseguró que se trataba de un arce, o de otro tipo de roble. Como fuera, las posibilidades eran esas.
Cristina le dijo a Álvaro que el árbol estaba sufriendo, y le marcó un tajo en el tronco casi llegando a la raíz. “No sé qué le pasa a la gente”, exclamó. Álvaro inspeccionó un rato y se fue para el local. Al minuto volvió con una maceta blanca. Puso el árbol dentro, que no entraba del todo, entonces lo acomodó en diagonal, apoyado contra una de esas bases de metal que hay en la ciudad con cables adentro, que en la época en que iba al colegio con Álvaro había gente que las abría y robaba el cobre y se hacían pulseritas de colores con esos cables.
Volvió a irse y volvió a regresar, esta vez con un bidón de agua con el que comenzó a regarlo. Mientras, yo intercambié teléfonos con Cristina, que me envió las fotos. La agendé como “Cristina Liquidámbar”, ella misma me dijo que le gustaba ese nombre, y sino “Cristina Árbol”, sugirió. Gracias a eso unos días después pude preguntarle su nombre completo y me enteré de que era Cristina Martí, una maestra emblemática de clown, que fue parte además del Clú del Clown, uno de los grupos más históricos de la disciplina en nuestro país. Cuando era más chico, yo hacía talleres de clown y todos mis maestros me hablaban de ella, su maestra. De hecho, en redes una de las personas que compartió la historia fue mi primera profesora de teatro, cuya primera profesora fue Cristina, y cuyo peluquero en su fiesta de 15 fue el último personaje de esta historia, que aparece en el relato exactamente ahora.
El árbol estaba apoyado justo adelante de una peluquería. Su dueño salió y preguntó qué había pasado, le contamos. Dijo que debíamos cubrir la raíz con algo húmedo, que mientras no estuviera en tierra era lo mejor. Álvaro estuvo de acuerdo y Javier Luna -luego supe, ese era el nombre del dueño de la peluquería- propuso usar un suéter que había tirado en la calle. Lo mojaron y protegieron con él la raíz.
Recién entonces Cristina se quedó tranquila. Antes de que se fuera le pregunté por qué se había preocupado tanto por el árbol en el tacho. Respondió con la sencillez de los que ya saben la respuesta antes de que se lo preguntemos: “No soporto ver a los árboles arrancados, mutilados. Hay que cuidarlos porque nos dan oxígeno, sombra, y además nos estamos muriendo de calor”. La frase final tenía -noté después- doble sentido: ese día hacía un calor terrible, pero además la crisis climática (y el consecuente calentamiento global) también podría definirse así: nos estamos muriendo de calor.
Nos despedimos de Cristina y antes de que se fuera le prometí que yo me lo iba a llevar, que no iba a quedar ahí. Rápido me di cuenta de que no tenía manera de llevármelo, se trataba de un árbol liviano pero de al menos tres metros de altura. Pero Javier dijo que vivía en Lobos y que él podía llevarlo para plantarlo en su jardín. La historia cerraba perfecto.
El sábado le escribí a Álvaro y me puso en contacto con Javier. El liquidámbar estaba ya plantado en Lobos, y él estaba comprando un suplemento que le habían recomendado en un vivero (un antiestrés para plantas, al parecer). Pensé que entonces, con el ciclo terminado, ya podía contarlo. Lo hice, y desde entonces no paran de suceder cosas maravillosas.
“Subo muchas historias con lo que yo hago, el mundo de la moda, la belleza, etcétera, pero nunca tuve una reacción como con esto que pasó. Tengo cientos de mensajes, todos positivos. Muchos me proponen maneras de cuidarlo. Hoy le pusimos hormonas para que se recupere”, me contó Javier después de publicada la historia.
Y un detalle más, que sirve como cierre. Es un comentario en redes acerca de qué preguntas son las que tienen valor, qué hay que preguntarse cuando uno ve una vida que se destruye.
“Se armó una disputa sobre qué árbol es: si un liquidámbar o un roble o un arce. Yo no sé qué es a esta altura porque tiene las hojas muy mal aún, pero es un árbol, es un ser viviente que merece seguir viviendo. No importa qué tipo de árbol. Además, ver un árbol desnudo, con las raíces al aire en el medio de Palermo Soho a mí me generaba mucho dolor. La gente me pregunta: ¿qué estaba pensando el que lo arrancó? Y la verdad, es imposible saberlo. Pero bueno, lo rescatamos porque todo árbol merece vivir.” Fuentes: lamovidaplatense.com e infobae.com