En el kilómetro 15,500 de la avenida Bustillo, “El Gringo” –como lo apodan- comanda su aldea. Su mundo entero está allí: su casa de la infancia, su familia, sus caballos, y su trabajo. Desde ese lugar su padre, “Teddy”, se inició como el primer productor de huevos de Bariloche mientras que “Leo”, su madre, fue pionera en la fabricación de velas.
Tom Wesley es un hombre de campo: trabajador, con manos fuertes y gastadas, respetuoso y negado a “bajar al pueblo”. Tiene la mirada y el porte de los vaqueros del lejano oeste de aquellas películas western protagonizadas por Clint Eastwood. Y como todo cowboy, sus grandes compañeros de vida siempre han sido los caballos que, además, lo han ayudado a generar un próspero negocio que comenzó siendo muy joven.
Pasar por el predio de Tom es una experiencia inolvidable. Muchas personas de Bariloche recuerdan todavía con nostalgia los tiempos en los que allí funcionaba una escuela de equitación, conocida como el “Hípico”. Otros, turistas en general, no olvidan las excursiones a caballo por la zona disfrutando de paisajes únicos, y están los primeros estudiantes que en ese lugar se enfrentaron a juegos de aventura y supervivencia, embarrándose como quizás nunca lo habían hecho.
¿Cuándo tuviste tu primer caballo?
Cuando estaba en séptimo grado le cambié a unos chicos del barrio una bicicleta de color lila por una yegua que estaba premiada, así que al poco tiempo tenía dos. Llegué a mi casa con la yegua y mis padres no querían saber nada, pero se acostumbraron. Se ve que ellos tenían otra expectativa para mí. Después trabajé varios años en el Hotel El Casco, siempre con el objetivo de comprar caballos. El tema era qué hacer con tantos caballos. Así que puse un cartelito que decía: “Excursiones a Caballo”. Fue un éxito. Todo el verano llevaba gente por el lago Moreno y el Campanario. Y cuando tenía 20 años vino la escuela de equitación, que fue un boom.
La “Escuela de Equitación” era realmente una escuela. Tom no sólo les enseñaba a los chicos a montar sino que daba clases de historia, estudiaban los orígenes de los caballos, las distintas razas, y su mantenimiento. También hacían volteo y algún campamento y excursión por la zona. “Era muy divertido porque hacíamos cosas de alto riesgo. Hoy lo pienso y digo qué locura hacía con los chicos de otros. Porque como yo lo podía hacer, pensaba que cualquiera lo podía hacer. Y los chicos se divertían. Cuando se caían del caballo los hacíamos gritar: “¡Viva la Patria!”. En realidad, era para que yo sepa cómo de grave era el golpe. Si no podía gritar, era grave”.
¿Vos dónde aprendiste todo esto?
Picoteando por todos lados. El polo y el salto un poco con los militares que me ayudaban. Hice varios cursos, a los veinte años hice uno en Inglaterra de supervivencia, era muy divertido y aprendí un montón. Estaba todo el día arriba del caballo y pasas a ser parte del mismo. Hay una comunicación que es de horas y horas.
¿Qué te brinda el caballo?
Te da la sensación de libertad y de volver atrás con el tiempo. A veces llevamos gente de excursión a Comallo donde tengo un campito y una de las actividades que hacemos es que vayan solos a ver si encuentran los caballos. A la gente le impacta estar sola, con el viento, y sin señal de teléfono. El turismo es sensaciones diferentes, esa sensación que sólo podés sentir con el caballo, en la Patagonia, y con el viento. ¡Y el caballo por ahí ni estaba!
La Escuela siguió durante varios años hasta que hubo un accidente fatal, donde murió un chico de una conocida familia de Bariloche. Para Tom fue devastador. “Seguimos porque los padres nos pidieron que sigamos pero ya no fue lo mismo. Estábamos con miedo y los chicos no se divertían tanto”.
p>En esa época comenzaron a aparecer los primeros grupos organizados de egresados coordinados por una empresa que luego los contrató para hacer excursiones a caballo.Con la tristeza de esta tragedia encima, Tom tenía que continuar trabajando, pero sabía que no era con la Escuela, así que fue buscando otros horizontes.
“Eran cuarenta chicos y yo tenía veinte caballos. Tenía que ver cómo entretener al resto mientras los otros andaban, y que la cabalgata sea importante pero no lo más importante. Entonces pusimos varios juegos entretenidos. Pasamos de veinte a trescientos estudiantes por día que están todo el tiempo rotando y haciendo juegos que yo aprendí en Inglaterra y se adaptan a nuestra realidad. En los juegos todos tienen que participar por igual. Hacemos hincapié en el trabajo en equipo que creo que también les puede servir el día de mañana. En todos los juegos si no trabaja el equipo junto, no llegan a ningún lado”.
Hace treinta años que Tom se dedica a desarrollar la ingeniería de estos juegos. Por su chacra, ya pasaron más de un millón de jóvenes de todo el país, y algún que otro estudiante del exterior. “Una vez trajimos unos grupos de Estados Unidos. Primero no podían entender qué era. Una vez que lo entendieron, se juntaron, hicieron un análisis de cómo lo iban a ejecutar, y fueron muy efectivos. A un grupo de argentinos les explicás el juego, que te cuesta un montón porque todos gritan y se ríen. Cuando terminás de contar, se empiezan a pelear, abandonan por la mitad y es un poco lo que somos. En el juego ves el reflejo de cómo unos trabajan en serio y no se divierten, y otros se divierten muchísimo y no logran lo que estaban buscando”.
Desde tus primeros grupos de estudiantes a hoy, ¿en qué ha cambiado?
La esencia sigue siendo la misma. Los chicos buscan lo que no hacen en su casa. Si hay un charco de barro se van a tirar al charco, con ropa y todo. Nosotros los dejamos porque si nunca lo hizo y nunca lo va a volver a hacer, quizás es el momento. Después tenés una variedad en cuanto a la tecnología porque nosotros antes los filmábamos y nunca se habían visto. A la hora de la merienda les pasábamos la filmación y se reían. Ahora ya no llama la atención porque filman con los teléfonos. Las reglamentaciones también cambiaron. El quiebre grande fue Cromañón, eso hizo cambiar todo. Pasó a ser más estructurado y controlado por nosotros, y por el Municipio. Uno asumió lo que es la responsabilidad de trabajar con chicos. En el fondo, somos nosotros los dueños de Cromañón. Somos los que estamos lucrando con los chicos de otros. Vas cambiando…yo creo que uno cambia más que los chicos.
¿Y no añorás un poco esa “locura” de los primeros tiempos?
Y si…. pero no sé si uno se va poniendo más viejo o es más consciente, o simplemente no quiere tomar más riesgos. El tema es no tomar riesgos y que la excursión siga siendo divertida. Los primeros pasajeros nos escribían cartas y habían estado un día. Para los chicos era un viaje increíble, era como para nosotros ir a la luna. Y hoy los chicos viajan más entonces el “flash” que veían no lo ven.
¿Cómo ves hoy la actividad del turismo estudiantil en Bariloche?
Ha mejorado tremendamente en cuanto a hotelería, transporte y la ropa que les dan a los chicos. El manejo quizás es extremo. Los tienen presos en los hoteles por temor a que gasten, a que hagan algún descontrol, y eso creo que un poco perjudica a la ciudad. No sabemos manejar esta parte porque si les das más libertad, van a gritar en la calle, pero algo consumen, poquitito pero consumen. Si los tienen encerrados y tienen el kiosco y todo en el hotel, a Bariloche poco le sirve. Hay gente a la que no le conviene y a otros que sí. Entonces se hace difícil buscarle un punto de encuentro a la convivencia.
Los Wesley llegaron a la Argentina desde Inglaterra en 1870. Fue el bisabuelo de Tom el primero en anclar en el Río de la Plata. “Era marinero y le vendía armas a Estados Unidos, medio pirata era el viejo”, cuenta Tom. El hombre se estableció en Gualeguaychú y luego los Wesley se mudaron a Tandil donde instalaron una fábrica de quesos. Allí nació Eduardo –Teddy- Wesley, padre de Tom.
Poco antes de cumplir treinta años, Teddy viajó a Birmania como voluntario de guerra. Allí fue herido y conoció a una bella mujer que se dedicaba a visitar a los heridos que llegaban de lejos. Con esa mujer se casó a los quince días y la llevó a Argentina. Eleonora –“Leo”- nacida en la India pero de familia inglesa, nunca más pudo volver a su país de origen y Tom jamás conoció, ni logró establecer contacto con ningún miembro de su familia materna.
El matrimonio Wesley, acompañado por unos amigos, llegó para quedarse a Bariloche en 1947.
¿Cómo fue tu infancia?
Muy linda, siempre ahí en el Campanario y en el colegio Woodville, que nos marcó a todos. Recuerdo que el colectivo cuando iba al Llao Llao nos tocaba bocina, siete menos diez, y siete y cuarto nos esperaba abajo para llevarnos a la escuela. Era como “pasé, levántense”. Y a la vuelta nos esperaba. Un día el colectivo en el Centro Atómico se quedó y dijimos “esta es la nuestra, no vamos nada a la escuela”. Nos bajamos y nos metimos por unos retamos. Y el chofer nos iba agarrando a cada uno de la camiseta y en el primer auto que paraba nos metía para que nos lleven a la escuela. ¡Qué responsabilidad tenía el chofer! Porque su objetivo era llevar a los chicos a la escuela. Si se rompía el colectivo, no importaba, los chicos tenían que ir a la escuela. Y eso se ha perdido. Si van a la escuela o no van es problema tuyo, ellos están más preocupados por su sueldo.
¿Qué añoras del Bariloche de antes?
El cabeceo constante de la gente cuando uno los conoce. Eso te daba el sentido de pueblo, si bien no eras amigo, conocías a todo el mundo. Hoy sos un extraño cuando venís al centro. La forma de vivir de aquella época también, íbamos y veníamos por todos lados, no existía el tema de la seguridad, siempre dormíamos con las puertas abiertas y eso se fue perdiendo y es feo…
¿Seguís montando todos los días?
Monto sólo cuando voy al campo. Acá a veces. Me da lástima usar los caballos porque acá tienen que trabajar y con eso se ganan el pan ellos y todos nosotros que estamos ahí.
¿Pensaste en algún momento en volver a poner la escuela de equitación?
Me lo han pedido por todos lados, pero no. Andaba porque lo hacía yo y le metía mucha energía porque me divertía mucho.
¿Qué te dio Bariloche?
Todo, no podría pedirle más nada porque lo que he hecho no lo podría haber hecho en otro entorno. Y conozco mucho, este negocio me permitió una de las cosas que más me gustan hacer que es viajar. No me puedo ir de acá, me marchito al día siguiente. Prefiero vivir acá preso. Siempre cuando vuelvo de un viaje sigue siendo este el mejor lugar del mundo: ves la montaña, la estepa, el lago. Y lo estamos estropeando…
¿Por qué?
La forma en la que la gente se maneja, el desorden urbano. La cantidad de gente que ingresa a vivir en Bariloche sin saber de qué va a trabajar y después trata de vivir de lo que puede. Hay supongo una planificación, pero no está andando muy bien. Hay lagos que no tienen acceso. Bariloche es un pueblo pegado a la montaña pero no se enfoca en la montaña, salvo el Club Andino que tiene actividad todo el año. Otros pueblos están todo el tiempo en la montaña y los chicos caminan y caminan.
Tom está casado hace treinta años con Mercedes Espeleta, a quien conoció dando clases de esquí. Tienen tres hijos varones, dos de ellos ya se involucraron en la empresa familiar y ahora Tom dice que sólo se dedica al mantenimiento.
¿Qué de lo cultural que traía tu madre de la India mamaste?
Ella siempre hablaba de la India y a mi padre no le gustaba mucho. Hace diez años fui por primera vez y he ido varias veces porque mi señora es devota de Sai Baba. Yo la acompaño y voy al Himalaya, a dar una vuelta por ahí. Cuando vas, hace calor, hay mucha gente, hay pobreza y riqueza. Es un lugar que te abre la cabeza, volvés otra persona. O lo amás, o lo odiás. Es un viaje para hacer, una vez en la vida hay que ir. Ha cambiado muchísimo desde la primera vez que fui a la última pero la esencia sigue estando: la tolerancia de las religiones, qué es rico y qué es pobre…
¿Y qué aprendiste ahí?
El rico puede ser muy pobre y lo ves en la calle. Pasa un rico con dos guardaespaldas, lleno de relojes de oro, y la gente se corre porque pasó alguien muy poderoso. Y después pasa uno de estos renunciantes que andan vestidos de naranja con sus patas finitas y la gente lo venera y le toca los pies, es el maestro. Entonces, ¿quién es más pobre? Tener y no tener, estamos tan metidos en juntar y juntar…
“¿Sirvió?” pregunta el entrevistado y saluda inseguro por no saber qué va a hacer esta periodista con sus palabras. Y se vuelve “el Gringo” a su aldea, esperando cruzarse en el camino con algún paisano que lo salude con la cabeza. Por Vivian Mathis para PrimeraPagina.info y B2000