Era enero de 1996. Hace 25 años, las cámaras no estaban integradas a un celular, y algunos personajes se escondían de los flashes inalcanzables. Conseguir ciertas imágenes era complicado, aunque no imposible, y José Luis Cabezas lo sabía.
p>Era reportero gráfico, y como todos en aquella época, conocía muy bien el caso de Alfredo Yabrán, un empresario investigado y acusado por Domingo Cavallo por causas de corrupción. Su foto cotizaba, pero su cara no se conocía. Era, entonces, la figurita difícil del álbum de cualquier fotógrafo.La temporada explotaba en Pinamar, y Cabezas había tenido que ir a cubrir junto con Gabriel Michi, su compañero, a bordo de un Ford Fiesta que les había dado la revista Noticias. El objetivo de ambos era claro: conseguir la foto exclusiva de Yabrán, que vacacionaba allí junto a su esposa y sus custodios, escondidos entre la gente con armas entre las toallas.
José Luis se convirtió en un turista más, y Michi lo seguía en su brillante idea de posicionarse en medio de la playa para que la cámara capture el momento, con el empresario merodeando, sin imaginar que el lente en verdad apuntaba hacia él.
El día anterior habían montado la misma escena, con sus parejas que los acompañaban, simulando ser amigos que vacacionaban y que simplemente buscaban tener un recuerdo de aquellos días. Yabrán salió en el mismo rollo que Cristina, la mujer de Cabezas, que hacía de modelo para captar la imagen del corrupto.
La foto salió y los periodistas festejaron. “¡Lo hicimos a Yabrán!”, le dijo por teléfono a Hugo Ropero, su entonces jefe en la revista Noticias. La imagen se convertiría más tarde, en marzo de 1996, en la tapa de la revista, saliendo así del anonimato absoluto.
Durante casi un año, José Luis sufrió amenazas, incluso había recibido comentarios sobre una de sus hijas, aunque decidió pasarlas por alto. Sabía que el oficio era complicado, aunque no se imaginaba cómo podría ser su final.
Pasó el tiempo, los llamados y las coberturas. El 25 de enero de 1997, el fotógrafo iba a encontrarse cara a cara con su sicario sin saberlo.
Había asistido a una fiesta junto con Michi, en una nueva temporada en Pinamar. Cabezas bailó y se rió a carcajadas toda la noche junto con otros colegas y amigos, pero en la madrugada decidió volver a su casa, a bordo del Fiesta blanco.
Gabriel salió a buscarlo alertado: su compañero no respondía y tenían que seguir trabajando. Fue entonces cuando se contactó con el comisario Gómez, quien había liberado la zona horas antes, y le preguntó por Cabezas. Solamente atinó a comentarle que habían encontrado un auto muy similar al suyo prendido fuego. La imagen fue espeluznante.
“Había un cuerpo que no se podía identificar”, aseguró, años más tarde. Su colega y amigo había sido golpeado y esposado con sus manos en la espalda. Lo llevaron hasta la cava de General Madariaga, lo bajaron a golpes y lo obligaron a mirar a su asesino.
Gustavo Prellezo lo mató de dos balazos en la cabeza, de la manera más cobarde, y no conformes con eso, metieron el cuerpo dentro del auto y lo prendieron fuego. Con eso se encontró Michi, desolado.
No ha habido en la historia argentina desde la vuelta de la democracia un hecho semejante, que marque así a los trabajadores de prensa, atentando contra la libertad de expresión.
No ha habido, tampoco, eneros en que periodistas, fotógrafos, colegas, no recuerden al hombre que con cámara en mano y cara sonriente, le hizo frente a la peor escoria de la sociedad, saltando los miedos y disparando únicamente flashes para que finalmente entre todos griten: no se olviden de Cabezas.