Gobernar con luz encendida: el impacto real de la transparencia en la confianza pública
La transparencia no es solo una virtud deseable en la administración pública, sino un pilar para construir un Estado moderno. Apenas tres de cada diez personas en América Latina confían plenamente en sus instituciones, mientras que el 75% percibe altos niveles de corrupción en su país.
Estos números, recogidos en diversos estudios del Banco Interamericano de Desarrollo, muestran hasta qué punto la credibilidad de las estructuras estatales se ha visto afectada por décadas de promesas incumplidas y escándalos recurrentes.
Por si fuera poco, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) reveló hace poco que solo el 39% de los habitantes de sus países miembros expresa una confianza moderada o alta en sus gobiernos, mientras que un 44% declara creer muy poco o nada en sus autoridades.
Las evidencias, no obstante, muestran que existe un correlato directo entre transparencia y mejoras significativas en la satisfacción ciudadana. La publicación proactiva de información, la rendición de cuentas y la facilitación de la participación ciudadana generan un entorno de mayor control social que disuade irregularidades y actúa como factor de disuasión de la corrupción.
Es paradigmático el caso de Brasil con su Portal de Transparencia Federal, que ha mostrado un impacto medible en la reducción de malversaciones, o el de Uruguay con su plataforma A Tu Servicio, en la que se pueden comparar indicadores de calidad y costos en el sistema de salud, permitiendo a la ciudadanía tomar decisiones informadas.
En Buenos Aires, la apertura de datos sobre obras públicas y ejecución presupuestaria ha conseguido impulsar el involucramiento ciudadano y mejorar la evaluación de la administración local.
Mi experiencia como auditor internacional me ha llevado a colaborar con distintas organizaciones, tanto del sector público como privado, y puedo confirmar de primera mano que la transparencia es un potente acelerador de cambios internos.
Cuando se publican cifras de forma accesible, se explican los criterios de contratación y se abren espacios de participación, la confianza en la gestión aumenta y la gente se siente parte del proceso, no una mera espectadora.
Numerosos estudios, incluyendo el del Banco Mundial, estiman que la adopción de sistemas de datos abiertos puede reducir hasta un 20% los costos administrativos en la contratación pública, precisamente porque los procesos se vuelven más vigilados.
En este sentido, las normas ISO cumplen un papel fundamental, ya que proveen marcos de gestión y control que obligan a las instituciones a establecer objetivos claros, definir responsabilidades y realizar mejoras continuas.
La constante revisión de indicadores y el afán de cumplir con estándares de clase mundial conducen a una cultura organizativa enfocada en resultados concretos.
He sido testigo de cómo, en instituciones que adoptaron ISO de manera genuina, el trato a la ciudadanía y la eficiencia en el gasto público pasan a ser puntos claves de medición interna, lo que a mediano plazo incrementa la credibilidad y la cercanía de dichas instituciones.
Aun así, la adopción de tecnologías avanzadas o la aprobación de leyes de acceso a la información no bastan si no existe un compromiso real de publicar datos relevantes y de asumir las consecuencias cuando las cifras o los hechos no son los esperados.
La historia reciente deja en claro que la transparencia brilla especialmente cuando las personas perciben que se está actuando con honestidad y determinación frente a las crisis.
Durante la pandemia de COVID-19, por ejemplo, varios gobiernos fueron fuertemente cuestionados por reportar cifras que parecían incompletas. Aun así, en aquellos lugares donde se apostó por una comunicación continua y abierta, el apoyo ciudadano experimentó un repunte significativo.
Según un estudio comparativo de 58 países, se evidenció que las administraciones con estrategias de transparencia y explicación pública de las medidas sanitarias obtuvieron una mayor adhesión a las políticas de cuidado preventivo.
Pero la transparencia también puede surgir cuando la opacidad sale a la luz de manera forzada. Escándalos como el de la Ley HB6 en Ohio, la crisis de agua en Flint o el caso de Segalmex en México han minado la fe de la población y solo con la publicación de información y la investigación independiente se logró, al menos, encaminar un proceso de rendición de cuentas.
Aunque la credibilidad institucional suele resultar seriamente dañada, la reacción con más apertura y supervisión suele ser el único camino para empezar a recuperar la confianza perdida.
En mi rol, tanto como auditor, sostengo que la transparencia no es opcional ni cosmética: es el fundamento de un gobierno efectivo. Existe un conjunto cada vez más amplio de normas internacionales, desde leyes de acceso a la información hasta tratados contra la corrupción, que apuntalan este principio.
Cerca de cien países en el mundo han adoptado leyes de transparencia o libertad de información, y en muchos de ellos la ciudadanía cuenta con órganos garantes con facultades de resolución, obligando a las autoridades a brindar datos solicitados.
Estonia y otros países pioneros en digitalización gubernamental demuestran que dar acceso sencillo a la información y abrir vías para la participación en línea no solo favorece el control social, sino que fortalece la legitimidad y la eficiencia estatal.
La clave está en transformar la idea de apertura en algo más que un lema. Los gobiernos deben preguntarse constantemente si la información que comparten es la que las personas realmente necesitan para comprender, participar y fiscalizar. No se trata de inundar de documentos técnicos ininteligibles o de usar la divulgación como mero formalismo.
Transparencia efectiva significa mostrar, con claridad y pedagogía, en qué se gastan los recursos, qué medidas se toman en casos de conflicto o emergencia, cómo avanza una obra y por qué se define una determinada política.
Cuando esa ventana está abierta, la ciudadanía ve el esfuerzo, participa más y también exige con mayor conocimiento de causa. Soy un convencido de que para modernizar al Estado y hacerlo cercano no basta solo con tener plataformas digitales, sino con forjar una cultura de verdad y responsabilidad.
Los datos apuntan que en países como Dinamarca o Suecia, donde el índice de corrupción percibida es de los más bajos, la confianza ciudadana es significativamente superior al promedio global, ubicándose alrededor del 70%.
Esta correlación positiva entre apertura y credibilidad institucional no es casualidad, sino el resultado de años de políticas coherentes que han colocado a la transparencia en el centro de la gestión pública.
Si queremos un gobierno eficiente y un Estado que la gente sienta suyo, la transparencia debe asumirse como política de Estado. Cuando hay un genuino compromiso de informar, escuchar y rendir cuentas, la respuesta ciudadana suele ser una mayor disposición a cooperar, a pagar impuestos, a respetar las normas y a legitimar el accionar de las autoridades.
Después de todo, un gobierno que oculta datos o actúa a puerta cerrada no solo genera dudas, sino que pierde la oportunidad de sumar a la ciudadanía como aliada. El reto para quienes buscamos una renovación de la función pública es claro: un Estado que rinda cuentas es un Estado que se fortalece, porque conecta con las personas y se enfoca en el servicio, que en definitiva es su razón de ser.
Fernando Arrieta, oriundo de la provincia de Buenos Aires, es auditor internacional. Ha guiado a organizaciones en el fortalecimiento de sus procesos y la satisfacción de sus clientes. Como columnista en medios de prestigio, comparte su visión sobre normas ISO, ciberseguridad y eficiencia gubernamental.
Para saber más, visita www.fernandoarrieta.org o encuéntralo en redes sociales como @fernandoarrietaok.