-Varios periodistas, que son amigos, leyeron esas fotocopias y me dijeron que era la historia de un trepador, una biografía infame que me destrozaba -dijo con dureza-. Mis abogados me recomendaron que no le hiciera juicio, pero si usted no elimina estos párrafos igual voy a llevarlo a tribunales.
Un asistente me mostró la página marcada con resaltador. Bajé la vista y vi que se trataba de una anécdota menor, un detalle social que incluso lo mostraba como un hombre generoso con sus empleados. Yo estaba tan sorprendido que sólo atiné a decir: "No se preocupe, eso no tiene ninguna importancia".
-Si no tiene ninguna importancia, córtelo o va a tener un problema muy grande conmigo -replicó, casi en un grito.
Era un día soleado, pero el río revelaba un fondo de bruma, como si se estuviera amasando una tormenta negra. Estábamos sentados en el comedor de su casa de Martínez, y el clima interno se había enrarecido por treinta días de nervioso silencio.
Tal como le había prometido, no bien puse el punto final de esta crónica le envié una copia del original.
El tremendo esfuerzo que llevó escribirla me enfermó de paperas, y estuve fuera de combate unos días; luego me tomé unas semanas en Mar del Plata para reponer fuerzas. Luis Majul, que me había presentado a Bernardo Neustadt y oficiaba por entonces como astuto editor externo de Sudamericana, me llamó en medio de las vacaciones y me avisó: "Bernardo está hecho una furia, quiere vernos mañana, ¿podés viajar?"
Me pasó a buscar por Aeroparque y me llevó hasta la boca del león. Allí estaba conmigo, tratando de poner paños fríos en una reunión difícil con el segundo hombre más poderoso de la Argentina; el primero era todavía su amigo Carlos Menem.
A mí me parecía razonable que Neustadt, colega al fin, tuviera acceso previo a su biografía no autorizada, a condición de que no pudiera enmendar partes sustanciales, pero estaba dispuesto a sus refutaciones, e incluso a que escribiera un largo descargo punto por punto en el final del libro.
-No me interesa hacer ningún descargo -nos respondió-. Sólo insisto en esa anécdota, que es totalmente falsa.
La anécdota en cuestión era verdadera y por eso le dolía tanto, aunque se trataba de una nadería de color. Nos encogimos de hombros y dejamos que hiciera su catarsis habitual. Estaba cansado de la ingratitud, la envidia y el odio de los compañeros de oficio, y ya no esperaba otra cosa que traición.
Nos despedimos fríamente, y en el coche evaluamos la situación y cruzamos informaciones: a través de distintos infidentes, sabíamos que Bernardo no había leído "El hombre que se inventó a sí mismo", porque era incapaz de terminar cualquier libro y mucho menos uno que le producía tantas laceraciones. También, que lo había fotocopiado varias veces y repartido entre una serie de periodistas gráficos a quienes estaba guiando para que ingresaran en el mundo de la televisión: todos ellos querían quedar bien con el mandamás de "Tiempo Nuevo" y, en consecuencia, le acercaron juicios lapidarios sobre mi trabajo. Uno dijo incluso en su programa radial que la biografía era "una basura".
Los abogados, sin embargo, revisaron línea a línea y chequearon las fuentes, y le advirtieron a su cliente que no había sustancia para una querella. No mensurábamos todavía los recursos que Bernardo guardaba y lo que se proponía.
En los dos meses siguientes llamó a dueños de medios, a articulistas de relevancia, a columnistas radiales y televisivos, a directores de revistas y a jefes de redacción de diarios, y les pidió que no comentaran ni mencionaran el libro y que, por supuesto, no me hicieran ninguna entrevista.
Su campaña de silenciamiento encontraba en general muy buena predisposición: Bernardo era una celebridad y la prensa lo adoraba. ¿Qué negocio hacían esos periodistas y editores al darle espacio a su ignoto biógrafo crítico y desairar así a una estrella, que además mantenía una influencia letal en el mundo del poder?
El resultado fue una prácticamente unánime indiferencia, que tuvo sin embargo nobles excepciones. La más sorprendente y valiosa de todas fue la que protagonizó Daniel Hadad, quien no sólo elogió la crónica en su programa matutino y me puso en el aire para que contara los descubrimientos de mi investigación, sino que intentó incluso que el mismísimo Neustadt dialogara conmigo en el pase de las ocho de la mañana, pero éste cortó ofuscado.
Luego Hadad se unió a Majul y Alfredo Leuco para presentar "El hombre que se inventó a sí mismo" en la Feria del Libro, dentro de una sala semivacía.
Estuve sentado media hora en el stand de la editorial esperando en vano que llegaran lectores para la firma de ejemplares. Y comprendí entonces que no se trataba únicamente de la mordaza que Bernardo había tejido con tanto éxito, sino de algo más profundo: la inmensa mayoría lo detestaba y no quería saber nada de él, ni a favor ni en contra, y le disgustaba sobre todo portar un libro que llevara su cara.
Este punto enseña mucho acerca de la tensión y las divergencias que existen entre rating, fama y prestigio, y también nos habla de cómo el rey de la comunicación política, el gurú del neoliberalismo, no era reconocido en ese momento ni siquiera como un ser malvado: el desprecio suele ser mucho más cruel que el odio.
Por otra parte, a mí no me había interesado nunca escribir para destruirlo, y eso decepciona siempre a quienes creen que la vida es una lucha sin grises ni matices entre negro y blanco, entre ángeles y demonios.
El propio Mariano Grondona, interrogado en el filo de la medianoche por Mario Pergolini, se había sentido decepcionado con mi obra, puesto que esperaba información más caudalosa sobre el dinero que su excompañero había cobrado para impulsar tal o cual idea.
El lobby mediático, como se ha dicho, no es fácil de demostrar. Ni si quiera tan "fácil" como una coima, puesto que muchas veces viene revestido como una publicidad facturada. Curiosamente, las principales y más dañinas campañas de Neustadt (la que acabó, por ejemplo, con el ferrocarril en la Argentina), eran ocurrencias ideológicas y a lo sumo buscaban agradar al establishment, que seguía premiando con pauta ese camino. Es evidente que Neustadt se hizo rico con esa promiscua aunque naturalizada relación de décadas, pero lo hizo mientras garantizaba una audiencia masiva. Cuando su público menguó, muchísimos anunciantes también le dieron la espalda.
Con todo, lo más relevante para mí, como escritor, era simplemente contar la vida compleja de un hombre poderoso, una especie de Ciudadano Kane de la era de la telepolítica, que había reinventado su pasado, que escondía un drama existencial y cuya trayectoria se entrelazaba con los grandes acontecimientos del siglo XX.
Veinticinco años después, a mis editores esta obra maldita y silenciada les parece una novela sin ficción, por su montaje literario y su vocación narrativa, y también una crónica de la trastienda del poder. Más un libro de historia política, que una mera investigación periodística sobre el periodismo.
Al releerlo comprendí su posible vigencia, los ecos que trae al presente para iluminarlo, y a la vez cómo ya es imposible corregir esas páginas, puesto que aquellos hechos siguen inalterables, pero mi mirada sobre la vida, la política y la profesión es hoy distinta a cuando tenía treinta y tres años.
Elegí no modificar ese punto de vista, porque no quería traicionar al narrador y porque también es un testimonio de época. Tantas cosas cambiaron desde entonces. Y resulta un poco impresionante comprobar que muchos colegas que criticaban en aquel momento a Bernardo Neustadt leyeron mi libro como un manual del éxito, y le copiaron lo bueno y lo malo que había inventado: las newsletters, las charlas para anunciantes, las productoras todo terreno, los monólogos a cámara, la simplificación de las ideas complejas, la espectacularización de la opinión, los trucos televisivos y radiales, y en algunos casos, también la táctica demagógica de apoyar en el apogeo y castigar en el ocaso, la vocería constante de los hombres de negocios y hasta la forma rastrera de sus chivos.
A pesar de tanta imitación, y tantas apetencias egoístas y consecuencias tóxicas que el padre del periodismo moderno demostró a lo largo de su carrera, lo cierto es que no muchos de sus "herederos" han tenido la misma pasión por la Argentina que Bernardo demostraba.
Por más equivocadas y nefastas que nos resulten algunas de sus consignas y posturas, no todo fue cálculo ni negocio. Esa es la otra verdad insoportable que late en su derrotero: a ese periodista que fue paradigma del oportunismo lo quemaba por dentro la necesidad de que su país saliera de la decadencia, y eso lo alejaba paradójicamente del cinismo, enfermedad muy actual de nuestro medio.
Me olvidé de "El hombre que se inventó a sí mismo", lo saqué de circulación, traté de evitar siempre el tema y me dediqué a escribir novelas y relatos, y a meterme en distintas aventuras del oficio. De vez en cuando, leía de reojo cómo su éxito se evaporaba y cómo intentaba corregir mi biografía con libros oficiales que no resistían el mínimo análisis.
En las agonías del gobierno de la Alianza, yo dirigía la revista Noticias y una tarde un motoquero me trajo un sobre: era una carta breve y manuscrita por Bernardo Neustadt; elogiaba mi valentía y me invitaba a un almuerzo a solas. Nos encontramos en Puerto Madero, en un otoño melancólico y primaveral; comimos salmón a la plancha en un restaurante desierto con vistas al río.
Bernardo había envejecido muchísimo en todos estos años, y tenía un andar frágil. Ya era un anciano. Su obsesión rondaba a sus "herederos" y a sus antagonistas de siempre: no se explicaba cómo les permitían ahora pecados mucho mayores de lo que él había cometido nunca. Se sentía un niño de pecho frente a extorsionadores y lobbistas que habían decidido ser ricos a toda costa, colegas que eran capaces de cualquier indignidad por medio punto o por una pauta. El público lo había ido abandonado a Neustadt, lo arrinconaba en medios y programas de baja potencia, y él sentía que sus esfuerzos y campañas de otros tiempos habían caído en saco roto.
-Me equivoqué con usted -dijo de pronto-. Me pareció que su libro sólo destacaba mis errores y la voz de mis enemigos.
-No soy quién para juzgarlo -le respondí-. Pero en todo caso me parecía un juicio justo.
-A lo mejor tiene razón. Le pido disculpas.
Se las acepté. Y hablamos de política y luego caminamos por la vereda de sol tibio hasta su oficina, que era pequeña y que estaba desmontando para concentrar toda la actividad en su casa de Martínez. Se iba. Y la sensación del retiro era invencible.
Nos saludamos con un apretón de manos, y al regresar a la redacción pensé que los historiadores tampoco habían estado demasiado atentos ni habían registrado debidamente la influencia decisiva de aquel anciano en la modelación de la opinión pública y del sentido común, ni su viejo rol de despiadado jefe de la oposición a Alfonsín, ni su denodado empeño en dotar de ideología el significante vacío de Menem.
Su declive final, que quedó asociado únicamente a la militancia oficialista, se puede analizar hoy bajo una nueva luz. Otros oficialistas inteligentes, en el posterior mundo de la grieta, sobrevivieron a esa práctica y mantuvieron una caudalosa audiencia, a la que nunca traicionaron.
Una parte del público y cuantiosos periodistas de los años 90 confundieron la fase oficialista de Neustadt, durante el menemato, con una estación más de su perpetuo camaleonismo, pero se equivocaban: hacía rato que Bernardo se había instalado para siempre en esa postura neoliberal.
Es cierto que cuando esa idea política se degradó por negligencias y corruptelas, Neustadt sufrió un desgaste acorde: la ballena blanca su hundió y arrastró a Ahab hacia el fondo del océano.
Pero su ocaso obedece más al agotamiento personal que a efectos del clima colectivo. Porque otras veces había estado en situaciones de alto riesgo, y había sobrevivido a ellas con su inagotable energía, su empatía y su audacia. Esta vez el maremoto lo encontró sin fuerzas ni orientación. Luego pudimos comprobar cómo muchos de sus camaradas de vasta fama y alto rating, críticos u oficialistas, de izquierda y de derecha, también se volvían progresivamente irrelevantes.
Hemos aprendido que le puede pasar a cualquiera: hay un momento profesional en el que uno conecta con sus oyentes y lectores, y llega a creer que ese vínculo es eterno. Y después un día, por razones etarias o sociales, deja de conectar y declina lenta y misteriosamente hacia el olvido.
Sin la antena de antes y con una agenda de temas que parecían agotados, Bernardo siguió sin embargo adelante y produjo todavía algunas sorpresas, como aquella entrevista que le realizó a Moshen Rabbani. Después del atentado a la AMIA, le pidió a su producción que consiguiera al embajador de Irán, pero en su lugar sólo le ofrecían al agregado cultural. Bernardo estuvo a punto de descartar a Rabbani, sin imaginar que ese mismo clérigo sería luego acusado de ser el "cerebro" del ataque terrorista.
Unos meses más tarde, el 25 de abril de 1995, volvió a mover la estantería del rating con la famosa autocrítica de Martín Balza. Clara Mariño venía persiguiendo al jefe del Ejército para llevarlo al programa, pero éste se resistía. Finalmente, un vocero la llamó por teléfono y le anunció que el general aceptaba la invitación, pero que iba a anunciar algo importante y quería leerlo. "¡Este hombre no sabe nada de televisión, decile que no lea!", se escandalizó Neustadt.
Hubo tiras y aflojes, y el periodista estuvo a punto de cancelar el encuentro porque lo imaginaba aburrido. Pero la gestión siguió, y a última hora, Bernardo le dio a entender a Clara que tenía información propia: Balza venía efectivamente con algo muy grande. Aunque es muy posible que no supiera con exactitud de qué se trataba. El militar se sentó a su mesa y reconoció la responsabilidad de la fuerza que conducía por violaciones sistemáticas de los derechos humanos durante la dictadura y ordenó a sus soldados desobedecer, a partir de ese momento, las órdenes inmorales que se les pudieran impartir.
La autocrítica fue un punto de inflexión en la historia argentina contemporánea y le recordó a Bernardo Neustadt los mejores instantes de su carrera.
Pero a medida que avanzaban los años, el hombre que se inventó a sí mismo se encontraba con más y más gente en la calle que le reprochaba la corrupción y la pobreza y le contaba en primera persona los desatinos de la economía. Bernardo defendía la convertibilidad, y en eso no divergía demasiado de la inmensa mayoría del pueblo, pero no entendía sus efectos indeseados y seguía criticando a Menem por la venalidad de su entorno. La relación entre ellos estuvo cargada de duras discusiones telefónicas, pero eso no hizo mella en la simpatía general que el presidente le dispensaba.
Cuando Neustadt tuvo que someterse a una operación quirúrgica, Menem aceptó divertido la travesura de conducir su programa, un hecho simbólico que por supuesto dañó al periodista. Pese a la "gentileza", Bernardo siguió después descargando munición gruesa contra esa administración manchada por los negocios turbios. Incómodo con el segundo mandato de su amigo, declaró incluso que no le gustaba nada ese "capitalismo salvaje".
En aquellos años seguía realizando sus tertulias sabatinas: desayunos de siete u ocho personas, donde compartían mesa y debate un intelectual con una ama de casa, un empresario con un obrero, un radical con un peronista, y de donde sacaba ideas para sus notas de opinión. También organizaba cenas en su casa de Martínez con figuras del arte y de las ciencias. Clara recuerda especialmente una: cuando Paco de Lucía y Mariano Mores tocaron juntos para agasajar al anfitrión.
El 9 de mayo de 1996 tuvo un espasmo coronario y fue internado en el Instituto Cardiovascular. Esta vez se trató de algo más grave; estuvo cinco minutos y veinte segundos con el corazón detenido, clínicamente muerto.
"Llegaba de jugar al tenis y una voz interna me dice: 'llamá al médico' -le narró a Laura Di Marco-. Disqué el número y le dije: 'Mire, doctor, si le cuento, usted va a creer que estoy loco, pero una voz me pide que lo llame'. El doctor me respondió: 'Pero ¿qué le pasa, está mamado?' Y esa voz interna me vuelve a susurrar: 'Ahora'. Y yo le grito: '¡Ahora, doctor, venga ahora!' En dos minutos, estaba en casa. Me mira, me pone una pastilla debajo de la lengua y me carga sobre el hombro; cuando me tira en el auto, pierdo el conocimiento. Se me abre el cielo y aparece mi mamá. Que murió cuando yo tenía doce años. 'Por fin viniste', me saluda. Y yo le contesto: 'Sí, pero no me voy a quedar, mamá'. Todavía no me voy a quedar."
Salió de esa circunstancia con la moral del sobreviviente, pero al poco tiempo sus colaboradores se dieron cuenta de que el episodio le había limado el ímpetu y las fuerzas. No logró el lucimiento de antaño, y en 1997 Telefe le planteó algo inédito: un contrato donde debía comprometerse a no bajar de 12 puntos de rating. Sonaba a ultimátum, y olía muy raro: el entorno de Menem lo odiaba, trataba todo el tiempo de que el "jefe" se convenciera de su defección, y hay quienes piensan que hubo entonces una mano negra en esa oferta imposible de aceptar. Bernardo Neustadt no la aceptó, y se mudó a América, donde "Tiempo Nuevo" aparecía los lunes y con un rating raquítico.
En el segundo envío, mientras arreciaban rumores de crisis matrimonial, Bernardo y su esposa viajaron a Hong Kong y él transmitió desde allí, en un acontecimiento que demostraba una cierta indolencia profesional, y tal vez el hecho de que prefería salvar su matrimonio a librar aquella última batalla. De repente el barco se iba a pique. Su gran obra, que había mantenido contra viento y marea a través de las décadas más turbulentas y cambiantes, y que había logrado ser el centro de la política argentina, tocaba a su fin.
En diciembre se despidió de la televisión abierta con un programa especial trasmitido desde el escritorio de su casa. Esa noche, raro en él, leyó su monólogo, y reivindicó haber pedido el esclarecimiento del caso Holmberg durante la dictadura militar y haber sido "el único periodista que hizo campaña contra la guerra de Malvinas". También reivindicó, con absoluta justicia, haber logrado que finalmente se terminara la nueva Biblioteca Nacional. Y aludió a su amigo Astor Piazzolla, porque le gustaba compararse con ese genio incomprendido, y porque él también se veía como un pionero sin reconocimiento.
Habían llegado a Martínez, para despedirlo, Menem, Fernando de la Rúa, Daniel Scioli, Aníbal Ibarra y muchos otros. Pasó un compilado de sus entrevistas internacionales, desde Alain Delon, Bill Gates, Arafat y Rabin hasta Gorbachov y Emily Schindler; agradeció a su equipo y dejó que los invitados lo aplaudieran en su propio living. Caía el telón.
A partir de ese largo adiós, Bernardo se refugiaría en formatos pequeños y practicaría, contra su deseo, la impotencia del bajo perfil. Conductor de cable, columnista en programas de bajo encendido, y un pequeño período como cofundador de la exitosa FM Milenium, transmitiendo cada mañana desde su casa. En 1999, Milenium acusó a Daniel Hadad de causar interferencias y éste asumió que "fue un error técnico" y la cosa no pasó a mayores.
En noviembre de 2000 Neustadt y su esposa decidieron divorciarse "de mutuo acuerdo". Las revistas del corazón comenzaron a dar detalles de la depresión de Bernardo y de la millonaria separación de bienes. Neustadt lo anunció de esta manera a sus íntimos: "Claudia me pidió la libertad". El amor había durado diez años, y cuando los cronistas comenzaron a especular con presuntos terceros en discordia, el propio Bernardo salió a declarar que su ex pareja "era una mujer honesta".
Un psicoanalista llegó a contar que el periodista, transido por la pena, se habría internado en las aguas de Punta del Este y habría sido salvado por un guardavida, algo que nunca pudo comprobarse. Lo que sí es cierto es que en agosto de 2002 Milenium dejó de emitir su programación por la frecuencia modulada 106.3, "ante la caída de inversión publicitaria", según alegaron algunas fuentes.
La licenciataria, en realidad, estaba vinculada con la Iglesia Universal del Reino de Dios. Y desde Miami, Neustadt fue tajante: "Mi compromiso es con Milenium y me voy el 1 de agosto. Yo no tengo ningún convenio con los pastores. Con esta radio mueren un montón de sueños".
En soledad y sin poder superar los imperativos de la biología, el hombre que se inventó a sí mismo por primera vez no lograba reinventarse. Cuando en abril de 2004 le preguntaron públicamente por Mariano Grondona se negó a criticarlo, como siempre hacía, dado que su colega estaba atravesando una difícil situación: le habían hecho una cirugía cardiovascular múltiple y se recuperaba en su casa de barrio Parque.
Esta declaración abrió las puertas para un llamado de Mariano y un primer acercamiento; durante años, su esposa Elena Lynch había trabajado para un reencuentro. Ya reinaba el kirchnerismo, y "Hora Clave" cumplía quince años en el aire.
Neustadt asistió para un mano a mano, y fue duro con Néstor Kirchner: “Hay desde el Estado una política para promover el odio de 30 años atrás. El Presidente debe cuidar su salud y su seguridad, porque representa un Estado nacional. Espero que aprenda de su gastritis”.
Los entonces columnistas Diego Valenzuela, luego intendente macrista, y Héctor Timerman, después canciller de Cristina Kirchner, refutaron sus dardos y defendieron el programa económico de Roberto Lavagna.
Con respecto a Menem, los dos viejos amigos y contendientes mostraron sus históricas diferencias: "Yo tuve más confianza que vos en aquel hombre" (Bernardo). "Yo siempre pensé que no debíamos pegarnos tanto al político" (Mariano). Estas discrepancias sonaban ya folklóricas e inocuas. Neustadt era un adicto a las reconciliaciones y vivió con enorme dicha este desenlace, que le permitió ser aún más amigo de Grondona de lo que lo había sido nunca: ambos se amnistiaron. El fulgor de "Hola Clave" también se fue apagando y acabó durante los estertores de la "década ganada".
En los comienzos de 2007 Bernardo rodó por la escalera de su casa de Punta del Este y se rompió seis costillas. Se vieron obligados a traerlo a Buenos Aires en un avión sanitario y estuvo internado quince días en la terapia intensiva del Sanatorio Otamendi.
Tenía 82 años y el accidente afectó muchísimo su estado de ánimo. Pero el 2 de agosto un reportero de la revista Gente le preguntó lo que, a esa altura, se preguntaban todos: "¿Quién es Adriana?".
Neustadt respondió con precisión: “Adriana Díaz Pavicich tiene treinta y ocho años menos que yo: 82 contra 44. Es abogada, fue profesora de la materia Lenguaje Radial en la Universidad Católica, tiene tres hijos grandes -una muchacha de 18, un varón de 16, una nena de 14-, y es una luciérnaga en el cielo, bañada por aguas divinas, que se cruzó conmigo en un acto cultural del Sheraton de Pilar…¡Y aquí está! Es una criatura plena de inocencia. Casi miedosamente inocente. Le advertí todo. Le dije que un día me voy a morir. Pero ella nació para dar…y yo no estaba acostumbrado a recibir. No sé cuánto más voy a vivir. Pero lo que estoy viviendo, lo que me falta, lo estoy haciendo muy bien”.
Se casó nuevamente en el Registro Civil de San Isidro. Después los novios hicieron una fiesta íntima. Los periodistas del espectáculo lanzaron chismes nunca confirmados acerca de tensiones y disgustos en la familia de ella y entre los amigos de él.
El cuarto matrimonio de Bernardo sería, en los hechos, el más corto, y estaría signado por versiones duales de distanciamientos y por la imagen de un anciano ensimismado en la soledad final de esa mansión majestuosa. Ya era demasiado tarde para todo. Y Clara Mariño recuerda aquella época con algunas anécdotas significativas. Bernardo Neustadt, sin mucho que hacer en el naufragio de su vida, llamaba a su antigua productora por cualquier cosa; para comentarle un partido de fútbol o para conversar sobre una película o un hecho político. Una tarde de esas la llamó y se quedó callado unos segundos: "Hola, no tengo nada que decirte, Clara, pero estoy tan acostumbrado a llamarte".
Neustadt tenía algo de infantil: siempre que Mariño viajaba al exterior, él descontaba que le traería un regalo, un disco o un libro, cualquier pavada, y le mandaba el chofer con el auto sólo para recoger ese pequeño objeto que esperaba como un niño ávido y solitario.
Cuando Clara Mariño internó a su padre en la Clínica Santa Isabel de Flores con un ataque cardíaco, Bernardo enloqueció y comenzó a mover sus influencias. Llamó a Enrique Braun, que en esa época era presidente de Swiss Medical, y le dijo: "Quiero que le des al papá de Clara la mejor clínica". José Mariño ya estaba bien atendido, pero de repente apareció una nueva ambulancia con orden de llevárselo. Lo trasladaron a la Trinidad, y al regresar al día siguiente, Clara se encontró en el cuarto con el doctor Guillermo Jaim Etcheverry, luego rector de la UBA. Guillermo asistía por solicitud personal de Neustadt. "Tu papá va a salir, Clara", le dijo. Más tarde cayó otro cardiólogo eminente, venía con la misma consigna de parte del mismo mensajero. El equipo de la clínica empezaba a irritarse. "Mire, Bernardo, yo le agradezco mucho pero papá está bien atendido", le explicó Clara. "Ah, bueno, bueno -respondió su antiguo jefe-, yo quería que te quedaras tranquila nomás". Cuando ella regresó exhausta a su casa de Flores, sonó de nuevo el teléfono: "Soy René Favaloro, quisiera ver a su padre", escuchó. Clara Mariño tuvo que cortarlo de plano: "No, doctor, no vaya a la clínica. ¡Por favor, no vaya!".
El 5 de mayo de 2008 le efectuaron a Neustadt la última entrevista. Fue Tamar Terzakyan, de 19 años, una estudiante de comunicación social de la Universidad Austral, y allí Bernardo declaró: "Con 83 años estoy casi sin familia. Primero, porque no tuve hijos. Después, porque la misión me absorbió más, mucho más que la creación de una familia. No estoy arrepentido".
Más adelante añadió: "Muchos consideran que soy un éxito, y posiblemente sea así, pero yo considero que soy un fracasado. Un maestro que no puede formar apóstoles, alumnos, no es un éxito… El hecho de que mi palabra no haya penetrado en la gente es un fracaso. Tengo la sensación de que me voy a ir de este mundo sin haber logrado un país en serio".
Falleció el 7 de junio de un paro cardiorrespiratorio mientras almorzaba en su casa de Martínez. Y hubo en la prensa crónicas lúgubres y sensacionalistas sin testigos ni pruebas acerca de su fortuna y de su herencia; hasta se dijo que había muerto pobre, una soberana tontería.
El sepelio, al que asistieron Menem y De la Rúa, tuvo lugar en el Parque Memorial de Pilar, y allí se cumplió su voluntad de siempre: la lápida reza "aquí yace un hombre que ayudó a pensar". La agencia DyN consignó que los deudos y allegados arrojaron pétalos de rosa sobre el césped y que su viuda declaró: "Gracias por todo lo que nos dio a todos los que estamos acá".
El oficio religioso fue celebrado por un párroco del San Vicente de La Plata, aquel colegio de pupilajes y tristezas al que inexplicablemente sus padres lo habían confinado con apenas seis años. El sacerdote recordó que Neustadt "había aprendido a amar desde la falta de amor".
Mariano Grondona, frente al ataúd y entrecortado por el llanto, tomó la palabra y dijo: "Bernardo no eligió el periodismo, fue elegido por el periodismo. No es que amó la Argentina, fue amado por la gente. Esa generosidad de respuesta a una vocación y a una patria seguirá con todos los que lo conocimos, y es para nosotros también un mandato al que le deberemos nuestra respuesta".
Otro amigo deseó que al llegar al cielo lo recibiera Astor Piazzolla con su fuelle y pidió que todos entonaran juntos y a capella los compases de "Fuga y Misterio". Lo hicieron, en un raro momento que bordeaba el ridículo, la emoción más honesta y una cierta grandiosidad mítica.
Bernardo Neustadt murió el Día del Periodista. Las vueltas de la vida, las gracias del destino.