A la 1.23 AM del 26 de abril de 1986 se produjo la explosión en tierra ucraniana, más precisamente en el Cuarto Bloque de la Central Eléctrica Atómica de Chernobyl. La peor catástrofe nuclear de la historia fue provocada por una suma de impericia humana, desidia, fallas en la construcción y en las medidas de seguridad originales, desatenciones y hasta de mala suerte.
Unas pruebas demoradas, un corte de luz, un inoportuno cambia de turno y muchas malas decisiones. Tras la explosión, Viktor Bryukhanov y Nikolai Fomin, ingenieros jefes de la planta, no cedieron a las primeras evidencias. Prefirieron no creer en lo que había pasado. O al revés: prefirieron creer (era un acto de fe carente de todo razonamiento lógico) que se trataba de un incidente menor. Negaron la realidad hasta que fue imposible no sucumbir ante el estupor, los destrozos, los muertos y los heridos.
Cuando ya era evidente lo que había pasado para los que no tenían demasiados conocimientos (más claro tendría que haber resultado para ellos que portaban los conocimientos necesarios) mandaron a Anatoly Sitnikov, jefe adjunto de operaciones de Chernobyl, al techo para que viera desde las alturas el estado del reactor. La dosis de radiación (más de 1.500 roetgens) que recibió por esa orden desaprensiva fue fatal. Murió luego de atravesar tormentos atroces poco más de un mes después, el 30 de mayo de 1986.
El testimonio de Sitnikov fue en vano. Bryukhanov y Fomin siguieron sin creer que el reactor había explotado y continuaron alimentándolo de agua, eso sólo empeoró la situación.
La miniserie estrenada por HBO en 2019, entre otras cosas, difundió la historia del bombero Vasili Ignatenko y su esposa embarazada, Lyudmila, que originalmente fue contada en Voces de Chernobyl, el implacable libro de Svetlana Alexievich, un profundo estudio de la tragedia y de sus efectos sobre las personas: un tratado de la desesperación y el dolor.
Ignatenko murió 17 días después de intentar apagar el fuego de la explosión. Fue una muerte a la que le antecedieron los peores tormentos. Padeció todos los efectos, todos los síntomas que provocan sufrimientos atroces derivados de la radiación. Una muerte lenta y dolorosa de él sin encontrar explicaciones, sufriendo una degradación que espanta.
Lyudmilla acompañó a su marido pese a las restricciones pero no les permitieron entrar en contacto físico. Estaba embarazada. Y cuatro meses después rompió bolsa mientras visitaba los restos de su marido en el cementerio. La bebé murió a las cuatro horas de su nacimiento. La radiación le había quitado todas las posibilidades de vida. La segunda desgracia, o la continuidad de lo terrible, el nacimiento de la bebe y su muerte prematura por cirrosis terminal debido a la fuerte carga radiactiva: tenía 28 roentgen en su pequeño hígado. Y el corazón con una grave lesión congénita. Lyudmila le contó a Svetlana: “Yo la maté, fue mi culpa. En cambio ella me salvó. Recibió todo el impacto radiactivo, se convirtió en la receptora de todo el impacto”.
La tarea de los bomberos, desprovistos de las herramientas necesarias para proteger su integridad, fue demasiado desigual frente a la furia de Chernobyl. Muchos murieron. “Las víctimas proferían alaridos que nunca volví a escuchar; no se les veían heridas, pero habían aspirado vapor radiactivo: estaban quemados por dentro, se habían quemado sus pulmones”, contó un sobreviviente. Los testigos cuentan que se iban poniendo negros, que el cuerpo se llenaba de manchas supurantes, que se iban secando por dentro.
Los médicos, enfermeras y camilleros del hospital cercanos que atendieron con denuedo a las víctimas en esos primeros días, se fueron enfermando y muriendo con el correr de los meses. Ellos también resultaron víctimas no contabilizadas por el régimen.
En el aire de la central y de las zonas cercanas sobrevolaba un halo indefinible, una tenue nube de ese color producto de algo que se conoce como “la radiación Cherenkov”.
En el momento en que los soldados y operarios llegaron a intentar detener que los daños se expandieran, la noticia ya había comenzado a circular. Muchos sabían del riesgo pero ninguno se negó. Entre la rigidez del régimen comunista y el espíritu de sacrificio que habitaba en los soviéticos, forjado a través de décadas de privaciones, hambre, guerras, iban a cumplir con su deber, con su misión pese a las consecuencias nefastas que podría tener sobre su salud. “Sabemos vivir en el terror y en la necesidad, es nuestro medio natural” le dijo un soldado que trabajó en el sarcófago a Svetlana Alexievicih. Hubo más de 600.000 efectivos que actuaron como liquidadores en las diversas tareas.
Un ejemplo: el operario que comprendió la magnitud del desastre apenas se produjo la explosión y salió caminando con tranquilidad de la planta nuclear. Fue a su casa, durmió una siesta, se despidió de sus familiares y regresó a su puesto de trabajo. Tenía una obligación y cumpliría con su deber aunque sabía que no iba a regresar con vida. No hacerlo no era una opción para él.
Mientras tanto, Mijail Gorbachov minimizaba la situación: “No se preocupen, camaradas. La situación está bajo control. Es un incendio, un simple incendio. Nada grave. Allí la gente vive, trabaja”. La reacción del Kremlin no fue inmediata, podríamos decir que fue consecuente con esta mentira pública, como si las autoridades sólo hubieran apostado a un milagro.
Recién el 2 de mayo, casi una semana después, evacuaron a los habitantes de los pueblos cercanos. Mientras tanto el infierno dejado suelto por la falla en Chernobyl había hecho su trabajo. En las primeras horas sólo hicieron salir de sus hogares a los pobladores de Pripiat, el pueblo más cercano a la central.
La nube se desperdigó por toda Europa. Los datos de actividad radiactiva es lo que hizo que otras naciones se dieran cuenta que algo andaba mal. Recién en ese momento Gorbachov tuvo que salir a reconocer al mundo lo ocurrido. Mientras tanto, habían intentado cubrirlo.
Después de los reflejos iniciales de tapar el desastre, de no evacuar de inmediato, de negar la magnitud de la tragedia, los soviéticos se pusieron en movimiento y mostraron, como de costumbre, una enorme capacidad logística.
Dentro del personal enviado a la zona del desastre también hubo agentes de la KGB, porque a veces los poderosos se creen sus propias mentiras: estos espías debían encontrar rastros de un supuesto sabotaje hecho por servicios secretos occidentales para dañar la imagen internacional de la Unión Soviética.
Las autoridades comunistas dieron una cifra baja de víctimas para tamaña tragedia: 31 muertos. Ese número se refiere solo a los que murieron en las horas siguientes a la explosión tratando de contener el incendio y las primeras tareas de salvataje. De esos 31, 29 eran bomberos. Otros dos fueron los operarios de la central afectados por la explosión. Pero es imposible, a esta altura, determinar el número de víctimas.
Muchos de las decenas de miles de habitantes de los pueblos cercanos, los 600.000 destinados a las tareas de salvataje y como “liquidadores” de la central presentaron daños derivados de la exposición a la radiación. Otros tantos murieron por causas desconocidas con fallas orgánicas o desarrollando extraños tipos de cáncer respecto a los cuáles no hay que ser demasiado perspicaz para encontrar conexión con el desastre de Chernobyl.
Unos pocos datos ilustrativos. Antes de Chernobyl, en Belarús, nación vecina a la central en ese momento integrante de la Unión Soviética, se producían 82 enfermedades oncológicas por cada 100.000 personas. Diez años después la estadística había subido a 6.000 cada 100.000 habitantes. La incidencia se había multiplicado por 74. Otro dato: tras Chernobyl, Belarús perdió 485 aldeas y pueblos, casi el mismo número de poblados que los que habían arrasado los nazis en esa zona. La expectativa de vida de los habitantes del país descendió casi 15 años en una década.
Uno de los soldados rusos, veterano de otras guerras, que fue enviado a la zona tras la explosión lo describió muy bien: “Esto no es como Afganistán. Ahí cuándo volvías a tu casa la guerra se había terminado, ya no te podían matar de un balazo. En cambio, Chernobyl te persigue, lo llevás dentro de tu cuerpo y no sabés cuándo te va a matar”.
Chernobyl mató mucho tiempo después de ese 26 de abril. Lo siguió haciendo durante años. Muy probablemente lo siga haciendo hasta hoy.
Chernobyl no sólo fue un desastre atómico. Es un hecho que habla, también, sobre los riesgos de la mentira en la vida pública, del engaño, de los peligros de la burocracia elefantiásica y alejada de los hechos, que se olvida de la gente. Una tragedia que recuerda cómo la mentira conduce a la destrucción, a la muerte y a la decadencia. Tal cómo lo consignó en su libro El fin del Homo sovieticus la premio Nobel Svetlana Alexievich: “Muchos vieron en la verdad a un enemigo”.
En un búnker cercano a la zona de desastre, dos hombres dirigían las acciones. El sustento científico lo brindaba Valeri Legasov, mientras que la cuestión logística y militar estaba a cargo de Borys Shcherbina, viceministro del Consejo de Ministros de la Unión Soviética, que fue quien coordinó las tareas y, principalmente, quien supo escuchar a las voces especializadas, a los científicos, para paliar la situación. Tuvo el mérito de lidiar con la catástrofe y con la negación inicial de los líderes del Kremlin. Muchas de las acciones que dispuso fueron imaginativas y novedosas aunque a veces crueles e inclementes, en las que el sacrificio de vidas (o al menos la puesta en riesgo de ellas) era algo frecuente.
Dos años y un día después de la explosión de la central nuclear de Chernobyl, el 27 de abril de 1988, Valeri Legásov, el científico que lideró las tareas posteriores, esperó que su esposa y su hija salieran de la casa y, en una de las habitaciones posteriores, se ahorcó.
Los motivos de un suicidio siempre son insondables para los que sobreviven. Y (casi) nunca son motivos únicos. Sin embargo podemos imaginar qué pasaba por la cabeza (y por el cuerpo) de este científico de 51 años. Antes, Valery Legásov había dejado grabado en unos cassettes la verdad sobre lo ocurrido en Chernobyl. Todo lo que no pudo contar en esos dos años anteriores, lo que no pudo decir en la Agencia Internacional de Energía Atómica en Viena.
Meses después de la catástrofe, Legásov encabezó la misión soviética ante el organismo internacional. La expectativa era enorme. La comunidad científica quería entender qué había sucedido, aprender para que no volviera a ocurrir. Pero suponían que los hombres enviados por Mijaíl Gorbachov se mostrarían renuentes y que a fuerza de eufemismos y mentiras no aclararían la situación.
La deposición duró cinco horas y Legásov contestó las preguntas de los especialistas más reconocidos de todo el planeta. Los expertos quedaron asombrados por el nivel de detalle, por las explicaciones y por la asunción de responsabilidades. Sin embargo en la Unión Soviética la actuación de Legásov produjo un enorme malestar. Había reconocido muchas más cosas de las que el Kremlin estaba dispuesto.
No contó todo lo que sabía pero dejó en claro que la trama de corrupción, negligencia y mentira había provocado el desastre. Por su actuación en los meses posteriores a la explosión de la central se había dispuesto que recibiría uno de los más altos honores que otorgaba el estado soviético, la distinción como Héroe de la Labor Socialista; pero a su regreso de Viena, le fue denegado.
Lo dejaron fuera del Instituto Korchakov de Energía. La comunidad científica le dio la espalda. Su vocación por que se supiera la verdad lo condenó al ostracismo.
El del 27 de abril del 88 no fue su primer intento. Meses antes había tratado de matarse con una sobredosis de Tryptizol. La depresión lo acechaba y las consecuencias de la radiación ya se hacían notar en su cuerpo.
Por otra parte, el recuerdo de lo vivido, el peso de las decisiones que debió tomar a raíz de la explosión, corroían sus cimientos espirituales.
Antes de desaparecer quiso contar toda la verdad, dejar testimonio para que los hechos reales no quedaran sepultados bajo las mentiras y el afán de ocultamiento del régimen. Intentó, también, hacerlo en vida. Pero sus artículos fueron rechazados en todas las publicaciones soviéticas.
Uno de esos textos contenía este párrafo: “Después de haber visitado la central nuclear de Chernobyl llegué a la conclusión de que el accidente fue la apoteosis inevitable del sistema económico que se había desarrollado en la URSS durante décadas. La negligencia de la administración científica y los diseñadores estaba por todos lados, sin la atención a las condiciones de los instrumentos o del equipo… Cuando uno considera la cadena de eventos hacia el accidente de Chernobyl, por qué una persona se comportó de una manera y por qué otra persona se comportó de otra, es imposible encontrar un solo culpable, un solo iniciador de los eventos. Era un círculo cerrado”.
Podría considerarse a Chernobyl como una metáfora, como un símbolo y hasta como un síntoma del régimen soviético, de los gobiernos autoritarios, de la soberbia del hombre. Pero Chernobyl fue y es mucho más que eso. Es una realidad. Es esa zona ya inhóspita, inhabitable, el sarcófago renovado que trata de que no filtre la radiación, son los árboles secos, el pasto que no crece, la tierra envenenada, los animales escapando, los cursos de agua secos. Y, naturalmente, es cada uno de los muertos en 1986 y en los años siguientes, los bebés nacidos con malformaciones, los que padecieron leucemia, los que fueron atacados por el cáncer, las familias destruidas. Y el dolor permanente, imposible de sanar.
Svetlana Alexiévich sostiene que en Chernobyl se ha destruido el curso de la vida, se ha roto el hilo del tiempo.