“Él me engañó”, dice la Dra. Elba Marcovecchio (45). Le había prometido una sorpresa inminente sabiendo que su “habitual impaciencia” la empujaría a tomar por cierto cualquier indicio que desviara la sospecha. “¿Tenés la visa al día?” y “Es algo relacionado a una canción que te gusta mucho” fueron las frases que ella ató con facilidad en el afán de leer pistas. “Cité a una amiga y le dije: ´¡Creo que Jorge va a llevarme a Hawái! ¿Qué ropa preparo?’”, cuenta. Y la noche del 18 de noviembre de 2021, entre pasos de menú en Los Salones del Piano Nobile del Duhau –cuando el Hula Kahiko estaba casi practicado– Lanata (61) clavó el desconcierto “más lindo que pudiese”, señala. “Preguntó: ´¿Me querés mucho?´. ´Sí, claro´, le respondí. ´¿Pero mucho, mucho, mucho?´. ´Por supuesto´, dije agarrándome el pecho. ´¿Tanto como para pasar juntos toda la vida?´”, remató. Fue recién entonces que desenvolviendo el anillo de platino que guardaba en uno de sus bolsillos, formalizó la oferta: “¿Querés casarte conmigo?”. Hoy, Elba concluye que aquella “fue más que una propuesta”. Habían pasado 11 años del “vacío que encalla la viudez”. Cinco, de leer a diario el “yo merezco” que tatuó en su muñeca para persuadirse. Y una eternidad, de creer “muy remota” la chance de “volver a legitimar un amor ante los ojos de Dios”. Lo que advierte, para ella, “marca la diferencia entre el ´transcurrir´ y un ´proyecto de vida´”.
Esta será la última entrevista antes de su boda (el próximo 23 de abril, en Dok Haras de Exaltación de la Cruz, donde reunirán a 120 personas). Y no es la falta de tiempo lo que la detiene sino “cierta prudencia” ante la exposición. Una “consecuencia” –de “estar junto al periodista número uno de la Argentina”, así lo describe– que asumió e intenta acomodar. Tiene sus redes en modo privado y una regla bien en claro: “No tomo en serio ningún comentario. Me dicen ´gato´ y me hacen reír. Okey, empiezo a serlo... ¡¿Cuándo dejo de trabajar?!”, ironiza con gracia. Nos recibe en su piso de un emblemático palacio de Retiro que habita, hace poco más de un año, a un callejón interno del de su futuro marido y por sugerencia de él. Lejos “y sin estrenar” quedó la casa –”grande y divina”– que construyó en un country de La Plata. Y muy cerca, el nuevo estudio de la calle Arroyo que marcó la independencia profesional tras seis años como parte del staff de Fernando Burlando. Fue defensora de Valeria Lynch, Florencia De La V y Claudia Villafañe, entre otras personalidades. Pero ningún caso, litigio o conciliación logró colocarla bajo el spot como la relación que inició con Lanata. Una relación de poco más de dos años pero sin fecha de inicio: “Habrá sido entre junio y julio –calcula– porque era un día de mucho frío. Es raro que no recuerde. Pero debe ser parte de esa gran sensación de haber estado con Jorge durante toda la vida”.
Siempre ha sido Elbita. Un mote trascendido del ámbito casero que la diferenciaba de su madre: “En vez de regarle un anillo, papá decidió homenajearla poniéndome su nombre”, explica. “¡Acuariana de pura cepa, con ascendente en Libra, Luna en Géminis y encima, Dragón!”, nació el 30 de enero de 1977 en Tolosa, localidad del Gran La Plata, en un contexto feliz pero con matices. Luis Marcovecchio, su padre y “superhéroe”, enfermó de cáncer de pulmón (“aún sin haber fumado jamás”) cuando ella tenía cinco años y falleció cuatro más tarde. “Tengo pocos recuerdos de situaciones que guardo como fotos. El de verlo mostrándome sus planos, porque era ingeniero. El de probar juntos el karting que me había fabricado, porque correr me apasionaba casi tanto como jugar con los autitos”, revela. “Y tal vez festejando con él algún triunfo de Estudiantes o escuchándolo defendiendo a su querido Carlos Bilardo (83)”, cuenta. “Papá fallece el 24 de febrero de 1986, sin poder verlo campeón. Por eso viví ese Mundial diciendo: ´¡Mirá, papi... miralo!´. Fue muy movilizante”, recuerda. Se educó “futbolera”. Y tan apasionada, que cada vez que algo –sea lo que fuese– le sale bien, grita: “¡Vamos, Pincha!”. Una costumbre que, según cuenta, “a Jorge le hace gracia”. Dice que él “no entiende el fanatismo, el espectáculo ni la emoción del fútbol, y yo lo siento. Lo vivo. Y llega un punto en que me ve y me llama Roberto”, revela. No hace mucho, y en una situación casual, logró conocer a Bilardo. “Quedé totalmente paralizada. Y cuando logré acercarme para saludarlo, no me salían palabras”, recuerda. “Así entendí qué es ser cholula, algo que me pasa sólo con él”.
Creció entre sesiones de fonoaudiología –”intentando corregir el arrastre de las R que algunas burlas costaba”–, empeñosas clases de ballet, natación y episodios de Petrocelli (1974/1976), lo que originó su precoz determinación de ser abogada y el gracioso juego de pujas con su padre, “porque él quería que siguiese sus pasos en la ingeniería”. Pero como señala: “Desde muy chiquita me gustó perseguir lo justo. Tenía un sentido claro de la defensa y un talento para armonizar, componer y encontrar soluciones. A diferencia de lo que se cree, que los abogados somos pleiteros, yo soy solucionadora. Pongo el foco en ´¿qué ganás cuando ganás?´. Los años me hicieron muy creativa en ese sentido, y es lo que más me divierte de mi profesión”. Se recibió a los 21 años en la Universidad de La Plata y “rindiendo libre”, subraya. “En aquel entonces las facultades eran por sorteo y nunca tuve suerte con los números. Y como en todo, en esta vida, no me quedo en el llanto ni el lamento. Si otros habían podido antes, ¿por qué no yo? Mi primer parcial fue el de Introducción al Derecho y me saqué un 10. Así fui tomándole el gustito. Rendí otro. Y otro. Y otro. Cuando quise darme cuenta, literalmente estaba recibiéndome”, dice. De lo que admite no haberse percatado jamás es de la “fama” que le había dado su capacidad. “Una vez, en una mesa de examen, un muchacho que me tiraba los galgos me comentó: ´Hay una chica, con un nombre espantoso, que es tan traga que está a punto de recibirse´. Entonces le pregunté: ´¿Es linda?´. ´¡Horrible!´, me contestó. ´¿Ah si? ¿Y ahora cómo vas a hacer para levantarme? Un gusto, soy Elba´, le dije al darle la mano, muy distante. ¡No supo dónde meterse!”, recuerda Marcovecchio.
La muerte de su padre barajó ciertas cuestiones de la dinámica familiar. “Y la situación económica se nos hizo, por lo menos, complicada”, describe. “Mamá, que había pasado cuatro años asistiendo la salud de papá, volvió a ejercer como maestra, esforzándose muchísimo por los cuatro”, dice en referencia a sus tres hermanos: Luis (médico, 54), Ariel (ingeniero, 53) y Sergio (ingeniero, 49), abocados también a la cooperación. “Todo había cambiado demasiado y las carencias comenzaban a sentirse. No teníamos un mango. Una gaseosa se abría solo en los cumpleaños. Como no podíamos pagar el seguro, el auto ya no se sacaba. Y no se pensaba en marcas ni en modas: yo usaba los vestidos que me cosía mamá. Inclusive el de mis 15, que logramos celebrar en casa”, cuenta. Y enlazando emociones llega a un recuerdo indeleble en su memoria. “Cada tanto revivo esa tarde que pasé parada frente a la vidriera de Paula Cahen D‘Anvers. Dentro del local había una chica que se probaba y se compraba de todo. Yo la miraba embelesada. ´¡Qué lindo debe ser!´, pensaba. Pero finalmente celebraba con la misma o más alegría al recibir las remeritas que mamá me regalaba cada vez que yo rendía alguna materia. Porque habíamos aprendido a ver todo lindo”, relata. Hoy se reconoce fanática del estilismo –se casará en un Bogani inspirado en su personalidad– y “principalmente de los zapatos” que atesora en un closet especial con cupo para 100 pares. “Mi relación con las cosas es muy lúdica. De repente me divierte entrar en Manolo Blahnik (New York) y probarme los diseños de Sarah Jessica Parker, pero nada de lo que no pueda pagar me quita el sueño”, asegura. En fin. “Crecimos con privaciones. Sin embargo, lo único que extrañábamos era a papá. A mí me costó mucho... Desde entonces tengo un tema con ´el extrañar´. No me gusta. Me angustia. Porque para mí se convirtió en ausencia”, dice, mostrando su piel erizada.
Hasta conseguir sus primeras prácticas civiles en juzgados, poco antes que su título, Elba fue empleada administrativa en la compañía constructora de su hermano, “donde era la protegida de los muchachos”, dice con gracia. “Ariel es tan exigente que no admite un error, y esa fue una gran escuela para mí”, señala. Seis años después (2004), y tras cinco de relación, se casaría con Alejandro Mazzeo, su primer novio: un abogado nacido en Avellaneda pero platense por opción. “El primero en confiar en mí, cuando ni yo lo hacía”, dice. Él apoyó y acompañó su crecimiento en Buenos Aires, cuando conseguir trabajo en su ciudad se hacía difícil. Tuvieron dos hijos. Valentino (14), “llamado así por Valentino Balboni, el tester (piloto de pruebas) de los Lamborghini. Un italiano divino, bronceado, increíble...”, cuenta. Y Allegra (12), “que no podría tener otro nombre, porque es un cascabel”, define a “la pianista de la familia”. Y entonces recuerda que Alejandro intentó bautizar a la bebé como Isabella: “‘¿Isabella Mazzeo querés ponerle?’, le dije. Con lo que a mí me cargan...”, señala por las comparaciones físicas que recibe, según cuenta, con Isabel Macedo. Tiempo después, alguien le explicó que, aunque pareciese, la elección de los nombres jamás es azarosa. Que los padres, con ellos designan los valores que priorizan transmitir. “Y no me quedó más que creer esa teoría”, admite. “Porque si hay algo que debí inculcarle en nuestra historia es, precisamente, la valentía y la alegría. Dos conceptos que llevo tatuados en mi nuca con el modo gráfico de una firma. La que me define”.
“Me acuerdo como si hubiese sido hoy. Se desmayó el jueves 3 de noviembre y el viernes a las 23 me dieron la noticia”, cuenta Elba. Alejandro fue diagnosticado con linfoma de Burkitt, un tipo de linfoma no Hodgkin de células B agresivo. Un trastorno sanguíneo que se declaró en nivel 4 (de 4). “Fue uno en más de un millón de casos”, dice. “Esa noche, el médico me pidió que no googleara, y fue lo primero que hice. El índice de supervivencia era casi nulo. No pude respirar”, recuerda. “Nunca olvidé la voz quebrada de aquel médico. Me preguntó: ´¿Estás sola?´. Y me abrazó diciendo: ´Todo va a estar bien´. En ese momento supe que estaba dándome el pésame”. Ella tenía 34 años, “dos bebés” y un miedo indefinible aunque incapaz de apagar esa mínima esperanza: “No, no quería entender que fuese terminal. No quería. Desde entonces, hasta Año Nuevo, fue un tiempo de enojo. Porque estábamos enojados con todo. Pero fue muy loco lo que pasó después. De repente entrás en paz, aunque se atraviese lo peor. Es paz. Sentís otra conexión con el tiempo. Otra conexión con el día, con lo importante, con lo básico, con la alegría de estar vivo”, describe. La internación fue la eternidad. Y el trabajo, para ella, una necesidad casi terapéutica. “Casualmente el 13 de mayo, día de su cumpleaños, Ale estuvo en casa. Por supuesto que inmunodeprimido, pero rodeado de muchos amigos. Pensé que esa fecha sería mágica. Yo lo alentaba: ´¡Ale, los 38 vinieron cargados, pero con los 39 todo va a cambiar!’”, relata Elba. “Y nada cambió. Entonces él, al verme triste, me dijo: ´Si hubiese venido Dios, el Diablo, o quien quieras, a decirme que a esta edad tendría esta familia que formamos, la vida que tuvimos y lo feliz que me sentí, hubiese firmado lo que sea´. Y lo pronunció hecho pedazos, pero con su sonrisa intacta”, describe emocionada. “Ale veía solo la belleza y eso es lo que me enseñó. Así aprendí, para siempre, a conectar con lo esencial”.
Alejandro murió el 26 de agosto de 2013. “Volví a sentir ese eco, esa falta de ruido, ese silencio raro y constante que viví con la pérdida de papá”, relata Elba. “La gente te habla y vos no escuchás. Llegás a tu casa y no basta con cambiar los muebles de lugar. Porque ya no entendés nada”. Ella se ocupó de que sus hijos no se sintiesen víctimas: “Su papá los había amado mucho y lo que había pasado era un hecho de la vida. Debíamos seguir adelante, una vez más, valientes y alegres. Tampoco debían cuidar de mí”, cuenta. “Y me pasó algo clave con Valen. Cada vez que yo salía a sacar la basura, él, que era una pulguita, lloraba desconsolado. Yo le explicaba: ´Mamá no se va, solo bajo a la vereda´. Y me partía el alma pensar que lo angustiaba quedarse solo. Hasta que una noche, en nuestro juego de hacer hablar a los muñecos, una dinámica para expresar qué había sido para ellos lo mejor y lo peor del día, su conejo contó que tenía miedo de que a la madre de Valen le pasara algo malo. Entonces le pregunté: ´Conejo, ¿en qué circunstancia tenés miedo de que a la mamá de Valen le pase algo malo?´. Y él respondió: ´Cuando baja por el ascensor´. Entonces entendí que mi hijo no tenía miedo por él sino por mí”, relata Elba. “Lo senté y le expliqué que él es mi hijo, no el hombre de la casa. Y que yo estoy para cuidarlo a él, y no al revés”, asegura. “Es por eso que no quise que fuese él quien me entregase en el altar, porque es solo mi hijo”. Dice haber registrado una falta de conexión con su alma, con sus emociones. “Sentir me dolía”, intenta explicar. Su regreso a las clases de danzas, “esa comunión con la música, me reactivó el alma”. Pero tardó dos años y medio en contestar mensajes de un “pretendiente”, como señala. “No quería estropearle la vida a nadie. Me faltaban ganas de conocer gente, de salir, de pensar en mí. ¡Todavía no lograba sacarme la alianza!”, revela. “Y fui curándome. Entendí que la única forma de que una herida cierre es dejarla al aire libre”.
Descubre su muñeca y en la línea de pulso se lee “Je mérite” (“Yo merezco”, en francés). “Yo merecía volver a amar. Y me costó tanto entender y aceptar que no debía tener miedo, que hasta tuve que tatuármelo”, revela. Cuando bajó la guardia y se hizo a la idea, “el destino” la esperó en una sala de conciliación. Y aunque bien podría ser una metáfora perfecta en esta historia, fue literal. Elba defendía a Florencia De la V (47) en el litigio (demanda y contrademanda por dichos de ambos lados) que la conductora de Intrusos (América) mantuvo con Jorge Lanata. “Inteligente, astuto... Durante las dos horas que duró la audiencia, fue el mejor némesis que pudiera tener, yo cuidando los derechos personalísimos y él, la libertad de expresión”, describe hoy. Tiempo fuera, aquella vez, quedó ávida del desarrollo de la visión del periodista sobre el tema en cuestión. Fue así que pidió al diputado nacional por CABA Martín Tetaz –”ambos somos de La Plata”– que le pasara el teléfono de Lanata. “A lo que él respondió: ´Probá con este mail´. Y le escribí al instante pidiéndole un encuentro”, cuenta Marcovecchio. “No tenía preconceptos ni conceptos sobre él. Ni siquiera sabía que conducía un programa de radio... Solo había quedado prendada a la imagen de semejante oponente en esa audiencia. Alguien demasiado brillante a quien poder escuchar, de quien poder aprender”, dice. En definitiva, él la citó en su casa. “Ni bien comenzamos a hablar quedé flasheada. En shock. Fue invasivo, de esos impactos que se sienten en el pecho”, describe. “Jamás conversamos sobre temas personales. Ni cerca de eso. Pero estoy convencida de que yo me enamoré en ese preciso momento”.
Dice haber salido de aquella reunión casi flotando. “Llegué a la vereda con el pecho inflado. En el estómago no sentía mariposas... ¡Tenía tornados! Así que cité a una amiga para contarle lo divino que era ese hombre”, revela. “Todavía ella me recuerda la luz que tenía en los ojos aquel día”. En menos de 48 horas recibió una invitación vía WhatsApp: “¿Te gusta el sushi?”, preguntó Jorge. Y el lunes hubo un segundo “y definitivo” encuentro “de índole estrictamente personal” en el mismo sitio del primero. “Cenamos en su departamento, porque aunque el protocolo era algo más flexible, aún estábamos en pandemia”, justifica. “Uno podría pensar ´es demasiado rápido´, pero tuve la sensación de estar entrando en mi casa, sin necesidad de tener que habitarla por años para eso. La química fue sinérgica. Algo indescriptible. Por eso siempre digo que de Jorge me enamora todas esas cosas que puedo explicar, como la empatía, la nobleza, el poder de escucha, su calidad de padre, esa cuestión visceral; como siempre digo, él tiene fuego. Pero las más maravillosas son esas para las que no encuentro definición”, asegura. A fin de cuentas, al día siguiente otro mensaje sonó en su teléfono, pero no era de Lanata, sino de “un candidato con el que venía chateando para acordar conocernos”, revela. “Y aunque no lo crean por mi profesión, yo no miento. Así que, naturalmente, le escribí: ´Me parece que ayer empecé a salir con alguien’. Pobrecito”, dice. “Hizo ¡pum!, pero donde está Jorge es imposible que exista otro. Yo supe, y puedo jurar, que lo que estaba sintiendo esa mañana no era un enamoramiento ni un entusiasmo fugaz”.
No convivir ha sido una decisión basada solo en “la practicidad” del día a día. Doce pasos los distancia de un ala del edificio a la otra. Son cuatro las noches que comparten por semana. Y seguirán así después de su boda. “¿Dónde pondría tantos trajes si viviésemos juntos?”, bromea Elba. “Además, este modo tiene cierta cuota de romanticismo. Después de un día de trabajo, llegar a casa para cambiarme y visitarlo producida de otro modo, tal vez solo para comer juntos, plantea otro jueguito de seducción. Tiene otro encanto”, dice. Por primera vez en diez años, Elba presentó “un amor” frente a sus hijos, “porque nada es más sagrado que ellos”. Y fue al poco tiempo de formalizar su relación, “precisamente por esa sensación de estabilidad muy profunda”. Aunque, según describe, Valentino y Allegra ya lo habían sospechado. “Cuando les conté: ´Mamá está de novia con Jorge Lanata y muy enamorada´, no dejaron de mascar chicle, como si escucharan algo obvio. Ellos me dijeron: ´¡Ay, má, ya lo sabíamos!’. Porque cuando atendías sus llamadas ponías voz de tonta. ‘Siempre que vos estás contenta, nosotros también vamos a estar contentos´. Y fue tan natural que luego cada uno siguió con lo que estaba haciendo”, recuerda. “A los días fuimos a comer juntos y se hicieron tan compinches que se complotaron para criticarme. Se reían acusándome de que canto espantoso. Jorge me decía: ´¡A ellos también les da vergüenza!´. Porque a él le canto (risas). Y como nunca me acuerdo las letras, digo que soy cantautora”, bromea. La misma suerte corre con su madre. “Ella está tan feliz de que no repitiese su historia y haya logrado abrirme a otro amor, que siempre se pone del lado de Jorge sin importar cuál sea la discusión. Para mamá, la razón siempre la tiene él. Y me encanta que así sea”.
“Compartir” (y todas sus acepciones) es la palabra que elige Elbita para definir esta “nueva y diferente vuelta” en el amor. Compañía en el mejor plan: “Quedarnos en casa mirando lo que sea en alguna plataforma... En realidad lo que decida Jorge, porque yo solo elegiría comedias románticas o documentales como el de la vida de Ayrton Senna o cualquier otro deportista”, señala. Atención en “situaciones difíciles”, como las últimas internaciones del conductor o “circunstancias en las que suele exigirse demasiado”, aunque como reconoce: “Jorge es Terminator, sale del hospital a la mañana y por la noche tiene ganas de ir a comer. Por eso le digo siempre: ´Sos ejemplo de la celebración de la vida´, y eso me fascina. Sé que vamos a estar juntos hasta ser muy viejitos”. Comunicación en diálogos inagotables: “Es tan culto que disfruto hablando con él de lo que fuese”, dice. Y reconoce las artes plásticas y la literatura no solo como temáticas recurrentes entre ellos sino también como una gran influencia para la pasión que arrastra desde chica. “Jorge te impulsa, te motiva a querer saber más, y ese es su gran talento”, dice. Marcovecchio está orgullosa de las pinturas que exhibe, al menos, en los cuatro ambientes que recorremos. Hace jugar insospechadamente bien su colección de litografías de autores emergentes con obras de García, Arden Quinn, Claude Gros, Lorena Faccio, Duilio Pierri, Cándido López y Milo Lockett, entre otros. Y de repente, en una esquina del comedor: Muhammad Alí. Se trata de una secuencia desprendida de una producción fotográfica que Elba recibió en un envío sorpresa de parte de Lanata. “Sabía que lo admiro, por su fuerza y energía. Alí era presumido, pero con cierto derecho. Lo avalaba su esfuerzo. Y siempre me gustó esa esencia de barrio, eso de: ´Si vas a torear, asegúrate de que vas a ganar´. Cada vez que me siento a comer, lo miro desde la mesa. Él me acompaña”, suelta. En 72 horas volverá a decir “sí, quiero” y no le suena a revancha. Más bien a destino, camino o designio divino. “Le agradezco a Dios mi primer matrimonio. Porque supe qué es amar”, dice. A un Dios en que Jorge no cree, pero que aceptará solo como símbolo de la magnitud de su entrega. “Y hoy le agradezco este amor maduro que llega en otra etapa de mi vida. Un amor que no necesita palabras. Un amor que abrazo, finalmente, sintiéndome plena”. Fuente: infobae.com