El curandero, capítulo final: episodio IV, aguas turbulentas
El Curandero, ahora conocido como El Profesor, había encontrado una segunda oportunidad en la piscina, pero su vida estaba a punto de tomar un giro inesperado.
La llegada del hombre misterioso con la fotografía de su oscuro pasado fue solo el comienzo. El Curandero sabía que su historia, lejos de terminar, estaba entrando en una nueva fase.
Una tarde, mientras el sol se ocultaba tras los altos edificios de La Plata, El Curandero se encontraba limpiando la piscina del club. El sonido de los pasos resonó en el ambiente y, al girarse, vio a dos hombres de aspecto sombrío.
No eran desconocidos para él; pertenecían a un grupo que había oído hablar de su reputación y habilidades. Ellos le propusieron un plan macabro: utilizar su experiencia en enfermería para ganarse la confianza de ancianos y personas vulnerables, y así, apoderarse de sus propiedades y herencias.
El Curandero, desesperado por proteger su nueva vida y mantenerse fuera de problemas, inicialmente rechazó la oferta. Pero la tentación de regresar a un estilo de vida más cómodo, sin la constante lucha y el sacrificio, lo llevó a reconsiderar. Fue así como aceptó el trato, prometiendo que sería su última incursión en el mundo del delito.
En una fría determinación, El Curandero comenzó a trabajar como cuidador de ancianos. Utilizando su apariencia confiable y sus habilidades médicas, se ganó la confianza de sus pacientes y sus familias.
Poco a poco, logró casarse con varias mujeres mayores sin herederos, e incluso con algunos hombres en la misma situación. A través de estos matrimonios, se aseguró de quedar como único beneficiario de sus propiedades y bienes.
Sin embargo, este plan no estuvo exento de complicaciones. Su mujer, una de las mayores y más ricas de sus "pacientes", descubrió su engaño. Dolida y enfurecida, buscó consuelo en los brazos de El Toro.
Este antiguo enemigo, ahora convertido en su cómplice, había estado trabajando como chofer de camiones para una empresa de mudanzas, utilizando su posición para ayudar a El Curandero a transportar los bienes de los ancianos a lugares seguros.
El Toro, su antiguo rival, que en su juventud había sido un ex barra brava, había salido de la cárcel tras cumplir una larga condena. Al salir, se encontró con El Curandero y lo confrontó, exigiendo un trabajo bajo la amenaza de revelar los secretos de su tiempo en prisión. Forzado a aceptar, El Curandero le dio una posición en la enfermería, donde El Toro comenzó a tramar su propio plan.
El Toro, viendo la creciente fortuna de El Curandero, comenzó a maquinar un plan para quedarse con todo. Su relación con la esposa de El Curandero le permitió conocer todos los detalles del esquema que le darían un plan para deshacerse de él.
Pero un error en los cálculos fue fatal: se enamoró de la mujer de El Curandero y, preocupado por su seguridad, decidió alejarla del peligro que representaba su esposo.
En medio de este torbellino de traiciones, apareció una figura del pasado de El Curandero: El Sultán. Este hombre, un confesor y amigo de la infancia y juventud, era conocido por su violencia, valentía y habilidades para pelear.
El Curandero siempre había admirado a El Sultán y quería ser como él, pero estaba muy lejos de sus anhelos, ya que El Sultán era un hombre con códigos y valores inquebrantables, alguien que nunca se apartaba de su propio sentido del honor, cuyo espíritu había sido forjado a las más altas temperaturas.
El Sultán había oído rumores de las actividades recientes de El Curandero y, preocupado por la dirección que estaba tomando su vida, decidió confrontarlo.
Un atardecer, mientras las sombras alargadas de los árboles caían sobre la piscina vacía, El Sultán apareció. Su presencia era imponente, su mirada penetrante y su voz, aunque firme, mostraba una mezcla de decepción y preocupación.
—¿Qué has hecho, hermano? —preguntó El Sultán, cruzando los brazos sobre su pecho ancho y poderoso.
El Curandero, al verlo, sintió una mezcla de vergüenza y alivio. Sabía que El Sultán era el único que podría hacerle ver la verdad, el único cuyo juicio valoraba.
—He hecho lo que tenía que hacer para sobrevivir —respondió El Curandero, sin poder sostener la mirada de su amigo.
El Sultán lo observó con dureza, sus ojos oscuros brillando con una intensidad que parecía atravesar el alma de El Curandero.
—No, hermano. Te has dejado arrastrar por la codicia y la desesperación. Este no eres tú. Recuerda a Larri, nuestro amigo de juventud, a quien estafaste junto a su padre. Él confió en ti y tú lo traicionaste. ¿Es este el camino que quieres seguir?
El Curandero sintió una punzada de dolor al recordar a Larri. Habían sido amigos inseparables en su juventud y del barrio, pero la avaricia lo había llevado a estafarlo, rompiendo la confianza que alguna vez compartieron.
Larri había quedado solo y arruinado, y el padre de Larri, un hombre justo y honesto, había muerto poco después de la traición. El Curandero les había arrebatado su fuente laboral. Pero Larri siguió el camino de la música que lo blindaba emocionalmente ante los embates emocionales de este amigo traidor.
Una noche de tormenta, en una casa en las afueras de la ciudad, El Toro confrontó a El Curandero. La tensión en el aire era palpable, y las palabras se convirtieron en gritos y amenazas. Los truenos resonaban en el cielo, como si la naturaleza misma presagiara el inminente enfrentamiento.
El Toro, con el rostro iluminado por los relámpagos, reveló su intención de tomar el control de todas las propiedades y riquezas que habían acumulado.
—Tú nunca debiste haber salido de la cárcel, Curandero. Todo esto debería ser mío —dijo El Toro, su voz cargada de resentimiento.
—No sabes lo que dices, Toro. Si no fuera por mí, seguirías siendo un don nadie —respondió El Curandero, intentando mantener la calma pero consciente del peligro.
El conflicto entre los dos hombres dejó claro que solo uno de ellos podría salir victorioso. En ese momento de máxima tensión, la esposa de El Curandero entró en la habitación, con una pistola en su mano temblorosa. Los tres se miraron, cada uno consciente de que sus próximas acciones determinarían sus destinos.
—Esto debe terminar —dijo ella, su voz quebrándose—. Estoy enamorada del Toro. Tú no me cuidaste.
El futuro de El Curandero pendía de un hilo. Su ambición lo había llevado de nuevo al borde del abismo, y esta vez no había salida fácil. Lo perdía todo, incluso el amor de Sofía, por ambición. ¿Podría el antiguo narcotraficante y curandero encontrar una manera de sobrevivir una vez más, o finalmente sucumbiría a los fantasmas de su pasado?
Después de la confrontación, El Curandero se encuentra solo en su cuarto. A medida que las sombras de la noche lo envuelven, siente que la realidad a su alrededor se desvanece, y pronto se ve atrapado en un laberinto de corredores interminables.
Cada giro y vuelta lo lleva de regreso al punto de partida, una metáfora de su vida llena de decisiones que lo han llevado siempre al mismo lugar de desesperación.
En uno de los corredores, se encuentra con un joven que lo observa fijamente. Este joven no es otro que él mismo en su juventud, antes de caer en el crimen. El joven le pregunta quién es, y El Curandero se da cuenta de que ya no sabe la respuesta.
Al seguir su camino en el laberinto, se topa con un pasillo de espejos. En él, primero se ve a sí mismo, pero luego su reflejo se transforma en todas las personas que ha sido a lo largo de su vida: el enfermero, el narcotraficante, el curandero, el traidor, el mal amigo, el infiel, el profesor y el que hacía abortos.
Cada imagen es una versión diferente de él, pero ninguna le parece real. Comprende que ha perdido su verdadera identidad, que su alma se ha desvanecido en el reflejo de vidas falsas y decisiones erradas.
En el segundo espejo, El Curandero ve una vida que pudo haber sido: una existencia pacífica, alejada de la codicia y la violencia. Se ve a sí mismo como un hombre simple, con una familia y una vida tranquila.
Estira la mano para tocar esa imagen, deseando que fuera real, pero el espejo se rompe antes de que pueda alcanzarlo. Los fragmentos caen a sus pies, reflejando solo partes distorsionadas de su rostro.
Justo cuando El Curandero parece perdido en el laberinto, El Sultán aparece. Su presencia es imponente, casi mística como si siempre hubiera estado ahí, esperando, observando mostrando que era más que su confesor, más cerca de un Juzgador, un salvador o verdugo.
Le habla de las decisiones que ha tomado y le ofrece una última oportunidad para redimirse. Pero el precio es alto: El Curandero deberá sacrificar algo valioso, algo que podría ser su vida, su libertad, o incluso la oportunidad de escapar de su destino. A cambio de una oportunidad más.