Antes de mentirle, Leticia le esquivó la mirada. Su alumna era chiquita para entender la verdad, también para dimensionar por qué una pregunta tan simple le había generado a su maestra semejante sombra.
—Miss, ¿usted nació por parto normal o por cesárea?—preguntó la nena de quinto grado.
Había una razón mundana para que la nena soltara esa pregunta en el aula y el resto de las compañeritas se quedaran, también, esperando ansiosas la respuesta de la Miss: la tía de una de ellas estaba embarazada y alguien, en casa, le había contado que los nacimientos podían ser “normales” o por cesárea.
“Le contesté ‘parto natural, amor’, pero le mentí”, cuenta Leticia Grimau y se apoya la palma de la mano en el pecho. “No te puedo explicar la angustia que me generó la pregunta, nunca en mis 43 años había pensado en eso. Le mentí porque no lo sé, no sé cómo nací ni cuándo, tal vez me hicieron nacer antes, porque sé que en muchos casos llegaban embarazadas a hacerse un control, las dormían y, cuando se despertaban, ya no tenían a sus bebés”.
Es un lunes brumoso en la Ciudad de Buenos Aires y Leticia está en el aula, el mismo lugar en el que la pregunta de su alumna le atravesó el cuerpo como un disparo. Es 6 de junio, se supone que es su cumpleaños, “al menos eso dice mi partida de nacimiento”, aclara, y sonríe a medias.
El papel tiene, además de la fecha, el nombre completo de una partera y la dirección del departamento particular en el que Leticia nació: Franklin 852, Caballito.
“Yo tuve y tengo una buena vida, pero igual, esa sombra no dejó de perseguirme nunca”, arranca ella, que está en pareja con su marido de siempre, tiene dos hijos y es docente de primaria.
Arrastra las dudas desde hace décadas pero la angustia punzante de ese día en el aula es relativamente joven. ¿Por qué? Porque fue en el epicentro de la pandemia que se animó a tipear el nombre de esa mujer en Google. No hizo falta terminar de escribir el apellido: lo primero que apareció fue una nota titulada “Las parteras del horror”.
Los recuerdos de su infancia en Quilmes no tienen demasiada carga dramática. “Yo veía que mis padres eran mucho mayores que los padres de mis compañeros del colegio, incluso una vez alguien me preguntó: ‘¿te vinieron a buscar tus abuelos?’. Yo internamente me daba cuenta de que a lo mejor no era hija biológica de ellos, pero no sabía poner eso que sentía en palabras”.
Tenía 14 años cuando se lo preguntó a Nelly, a quien siempre llamó “mamá”, a secas, y a quien ahora llama “mi madre de crianza”. La mujer dio algunas vueltas, dijo “no pude”, habló de intentos de fecundaciones in vitro y, al final, le confesó que era adoptada.
“La idea de la adopción me cerró perfecto”, reconoce ahora Leticia. “Lo que entendí era que había habido una familia que, por alguna razón, no me había querido tener o no había podido. Pero yo tenía una familia que sí me quería”. Era su mamá la que le había contado la historia, la confianza era total, “por eso yo no le pedí ningún papel, ningún expediente de adopción, nada”.
Recién cuando Nelly murió Leticia se atrevió a meter el dedo en sus dudas. “Es que cuando yo preguntaba ella se angustiaba mucho, entonces lo que hice fue no preguntar más. Pero cuando murió, me liberé”. Tenía casi 30 años y un DNI que decía que había nacido en 1979 cuando se acercó a la CONADI (Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad) para ver si era hija de desaparecidos.
“Yo me había hecho todas las expectativas del mundo, estaba segura de que ahí estaba la respuesta”, recuerda.
“Y un día, tres meses después de haberme hecho el ADN, me llaman y me dicen ‘no, es negativo’. Eso solo, ni siquiera me recomendaron por dónde seguir, o me dieron alguna contención. Para mí ‘Abuelas’ era la última opción, cuando me dijeron ‘no, acá no pertenecés’, pensé ‘y ¿entonces? No hay más nada que hacer, si es el único Banco de datos genético del país… ya está, me voy a morir sin saber’. Fue un golpe tan grande que suspendí mi búsqueda durante 10 años”.
Era 2009 y lo último que hizo fue tipear en Google el nombre de la partera que figuraba en su partida de nacimiento: Ofelia Pintos Lemos. Nada por aquí, nada por allá.
Había en su casa, además, una foto que mostraba la alegría indisimulable de esa mamá “que sí la había querido”. En la foto, Nelly tiene a Leticia en brazos, la onda expansiva de la sonrisa le llega hasta los ojos. Hay un ramo de rosas -“señal de que me estaban esperando y que otras personas lo sabían”- sobre la mesa. En la misma foto, sin embargo, hay dos detalles en los que Leticia reparó muchos años después y ensombrecieron la historia de su vida.
Fue una década en la que Leticia no buscó a nadie, y fue la pandemia lo que la hizo volcarse hacia adentro y volver a escribir en Google las mismas tres palabras que en 2009: Ofelia Pintos Lemos.
“Lo primero que me apareció fue una nota titulada ‘Las parteras del horror’”. La crónica había sido publicada por el diario La Nación en agosto del 2020 y hablaba de una red de parteras que se dedicaba al tráfico de bebés y operaba en seis domicilios particulares de la Ciudad de Buenos Aires. Uno de ellos era Franklin 852, el lugar en el que había nacido Leticia.
Sentada frente a la computadora con el mouse todavía en la mano, Leticia lloró con desconsuelo.
“Se me pasaban mil cosas por la cabeza. En ese mismo instante dejé de ser ‘adoptada’ y pasé a ser ‘apropiada’. Fue otro cachetazo al alma. No era sólo mi caso, algo que me había pasado solo a mí en la vida, sino que pertenecía al tráfico de bebés y habían más de 200 personas en las mismas condiciones”.
Leticia se contactó con una de las mujeres que hablaban en la nota y se sumó al grupo “Víctimas Red de Parteras - Unidos”, donde ya hay 65 personas que tienen la firma de Ofelia Pintos Lemos en sus partidas de nacimiento.
Lo primero que le quedó claro era que su partera no era “la manzana podrida” del sistema, una “loca suelta”, sino que había sido parte de una red delictiva formada, al menos, por 17 profesionales. Hay pocas vivas: la suya murió en 1991.
“Mujeres que trabajaban bajo algún tipo de sociedad ilícita en complicidad con médicos, hospitales públicos y privados, registros civiles, comisarías, entre otros”, explican en la presentación del grupo. Entre todos los buscadores fueron poniendo blanco sobre negro: había parteras que intervenían en el parto, otras que firmaban las partidas de nacimiento, otras que entregaban a los bebés.
En muchos casos había dinero de por medio, a veces a modo de pago por la venta del recién nacido, otras a modo de donación, otras a modo de compensación por los gastos del nacimiento. A Romina Soltak, que forma parte del grupo, su padre le contó que pagó 3.000 dólares “en concepto de donación”, por ejemplo. Leticia, que tiene a sus padres de crianza muertos, no tienen la menor idea.
“Todos en el grupo manejan más o menos el mismo cuento. Es como si todos hubiéramos nacido de una misma chica de 14 años, empleada doméstica, pobre, llegada del interior del país, que entregó a su bebé porque no le podía dar de comer. Dicho así las parteras parecen divinas, el propio hijo de Ofelia Pintos Lemos nos dijo ‘mi mamá no vendía a los bebés, los regalaba para formar familias’”, sigue Leticia.
“Pero no es cierto, las parteras eran de lo peor”, sostiene después. Y para arrancarles el aura de “ángeles que formaban familias” trae, por ejemplo, la historia de una de ellas, Marta Rosignoli -viva y procesada-, que en la década del 70 huyó por los techos con dos bebés en sus brazos cuando la Policía Federal fue a allanar su consultorio.
“En esos departamentos pasaba de todo”, cuenta, por eso el halo oscuro de “parteras del horror” se extendió a “las casas del horror”. Y describe: “Tenían matrículas oficiales, por eso tenían consultorios donde también hacían abortos clandestinos. Digo que eran de lo peor porque en el grupo tenemos hermanos mellizos a los que separaron, vendieron uno a una pareja y otro a otra, ¿eso es formar familias? O madres que cuentan que llegaron con embarazos avanzados a hacerse un control, las dormían y cuando las despertaban ya no tenían sus hijos”.
El shock fue también tener que asumir que, en su deseo de tener un bebé, Nelly y su papá de crianza habían cometido el delito de sustitución de identidad. Que la habían anotado como padres biológicos con una partida de nacimiento falsificada y que, por eso, no había ningún expediente de adopción donde figuraran sus datos reales.
La foto en la que Nelly la tiene en brazos tiene dos detalles que Leticia vio recién ahora. “Tengo puesta una batita celeste. Pensá que eran casi los 80, en esa época a las nenas se las vestía de rosa, a los nenes de celeste”. El moisés, atrás, también es de un celeste estridente, con moños al tono.
Cuando alguien adopta, adopta a un niño que ya existe, que tiene una historia, que necesita una familia. Acá se pedían bebés a la carta:
“Es claro que habían pedido un varón. Tal vez las parteras les prometieron un varón y después les avisaron que no había en stock, no sé”, se amarga Leticia.
Lo cierto es que, a diferencia de otros buscadores, ella no busca una madre. “Lo que tengo son agujeros en mi historia, quiero saber si nací de una violación, si me regalaron o me robaron, lo que sea. Hay hijos que encontraron a sus familias biológicas y en la cara les dijeron ‘yo me desentendí porque no quiero saber nada con vos’. Lo que busco es saber la verdad, aunque la verdad sea cruel”.
¿Cómo buscar, si en el país sólo existe el Banco de Datos Genético de Abuelas? ¿Qué hacen los hijos apropiados por fuera de la última dictadura militar? “Por eso”, se despide. “Ahora necesitamos una Ley de identidad de origen nacional. Es nuestro derecho saber y es la obligación del Estado darnos las herramientas para lograrlo”.